Por Hugo Gambini Para LA NACION
Domingo 17 de noviembre de 2002
Todos comprendíamos que íbamos a asistir a un hecho histórico, tanto por los diecisiete años de exilio que quedarían atrás como por los ignotos tiempos que vendrían. En aquella lluviosa mañana del 17 de noviembre, las viejas cámaras de televisión en blanco y negro hurgaban en el cielo la aparición del chárter que traía a Perón. Apenas su silueta empezó a recortarse, diversas sensaciones sacudieron a los argentinos. Unos celebraban eufóricos el ansiado aterrizaje y otros maldecían el momento. En la mayoría silenciosa, en cambio, se adivinaba el deseo de cerrar de una vez ese nuevo capítulo de violencia abierto para lograr la vuelta de Perón.
Acababa de arribar el famoso "avión negro", un icono de los años posperonistas durante los cuales el regreso del líder fue más un tema para los humoristas que una posibilidad cierta. Sin embargo, esta vez el "Perón vuelve" -escrito tantas veces en las paredes- se hizo realidad. Lanusse lo había toreado públicamente diciéndole que "si no viene es porque no le da el cuero" y semejante desafío lo obligó, lo dejó sin excusas.
Para los mayores de 40 era una sensación extraña. En unos renacía la nostalgia por los años del reparto, del facilismo, del "te afiliás y ya está". En otros asomaba el recuerdo de las luchas estudiantiles contra la prepotencia oficial, contra aquella propaganda asfixiante que empezaba desde temprano, al encender la radio, y que seguía en el colegio, en la fábrica, en la oficina, en el cine, en la cancha, en el sindicato, en las paredes y en los libros de primero inferior. Era el hartazgo por el "Perón cumple, Evita dignifica", slogan preferido de las transmisiones automovilísticas, que se oía más veces que los nombres de los pilotos.
Por el contrario, para los que tenían entre 20 y 30 años la vuelta de Perón era el triunfo de una juventud combativa que arriesgaba su vida para revertir la historia. De ahí que los militantes más fervientes no pararan de brincar, de celebrar ese éxito político sin precedente. Ellos lo habían traído, algo impensado hasta para el gran protagonista, quien hasta entonces no se había esforzado mucho en abandonar su cómoda residencia madrileña, su comando estratégico.
La imagen de Rucci cubriendo al líder con su paraguas sería la foto simbólica de aquel episodio. Y la frase más recordada del general en su histórico regreso fue la que pronunció al caer la noche: "¡Hace dos días que no me saco los botines!" También quedaría grabada en las retinas la ventana de la casa de Gaspar Campos, en Vicente López, desde donde Perón saludaba a los jóvenes que seguían exultando su alegría por haberlo traído de nuevo al país.
Todo era fervor en la Juventud Peronista. Tras la misión cumplida debía iniciarse una segunda etapa, la de acompañar al general en el proceso revolucionario. Sólo había que imponer las candidaturas, el programa y los equipos necesarios para hacer la revolución peronista de izquierda, para construir la patria socialista. Nada imposible porque el líder era de ellos, lo habían traído, les pertenecía.
Mientras esos jóvenes seguían brincando en sus fantasías inagotables, soñando con transformar el Sheraton en un hospital de niños, planeando expulsar a las multinacionales y preparándose para ocupar por la fuerza las oficinas públicas "hasta que no quede en pie un solo ladrillo que no sea peronista" -como sentenciara Evita-, mientras saboreaban todo eso Perón pensaba en sacarse los botines. Pero también en quitarse de encima a esa "juventud maravillosa" que se sentía dueña de su persona y del movimiento.
Perón no proyectaba ninguna revolución social. Aunque en el exilio les hablara a los jóvenes de Mao Tse-tung y hasta mencionara a Fidel Castro y al Che Guevara, también concedió reportajes en los que no se privaría de deslizar elogios al fascismo, del que sólo lamentaba "algunos errores que no hay que repetir", y de reiterar su admiración por Mussolini. Además, el corazón del líder acababa de retornar al ejército profesional, apenas lograra ser reincorporado con el grado de teniente general.
Y el teniente general no estaba para experiencias de izquierda. Como le ocurriera después a Chacho Alvarez (quien se inventó un De la Rúa distinto de la realidad), la JP construyó entonces un Perón revolucionario que jamás existió. Y claro, tras el retorno descubrieron que ni era Mao ni se parecía a Fidel, y que por su formación ideológica -y hasta por lenguaje- se asemejaba más al Duce . Por negar estos datos se dieron cuenta muy tarde del equívoco, cuando el líder ya había resuelto sacárselos de encima y autorizado a su brazo derecho (José López Rega) a montar una squadri fascisti (las Tres A) para eliminarlos uno por uno.
Muerto el general, apenas la viuda del guerrero se puso la banda y empuñó el bastón, los jóvenes peronistas de izquierda comenzaron a ser exterminados en racimos, mediante un decreto de "aniquilamiento" que luego utilizarían sus sucesores.
Algunos de aquellos jóvenes que arriesgaron inútilmente sus vidas -y produjeron muertes más inútiles todavía- han dejado ahora decantar sus recuerdos y con treinta años más encima se animan a escribir tristes memorias. Que no serían tales si hubiesen sabido escuchar a las generaciones anteriores cuando éstas les advertían que en política hay que investigar bien, que es mejor conocer toda la historia en vez de inventársela, que siempre es bueno aprender a separar la leyenda de la realidad.
La historia del avión negro, que esa juventud empezó a vivir ingenuamente como un leyenda, terminó por convertirse en una triste realidad.
Fuente: http://www.lanacion.com.ar/nota.asp?nota_id=450291&high=hugo%20gambini
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