EL PIBE DE LA SUERTE
Por Marta Castellanos.
Era morocho, pequeño. Su cara delgada estaba siempre iluminada por una sonrisa, excepto cuando murmuraba entre dientes, “Yo ya estoy bien! ¡Quiero ir a pelear! ¿Por qué no me dejan salir? ¡Si yo ya estoy bien”.
Me había llamado la atención entre todos los otros heridos del pabellón. Había algo en su cara, en la palabra siempre amable con que agradecía un vaso de agua o una taza de té, sobre todo en su extrema juventud, que era conmovedor.
Los médicos y enfermeras del hospital se referían a él como, “el pibe de la suerte” y todos, ganados por su simpatía, encontraban siempre un momento libre para acercarse a su cama y hacerle un chiste o una pregunta.
La tercera mañana de la revolución vi a su lado a una mujer que le hablaba, y acariciaba sus manos. El muchachito me la presentó orgulloso, como su madre.
Pero rato después, la encontré en uno de los pasillos, y allí oí por primera vez la historia del “pibe de la suerte”.
Sus padres habían muerto siendo él muy niño, y ella, una pariente lejana, lo había recogido y criado como un hijo propio. Siempre le había preocupado su salud. Era pequeñito y delgado. En la escuela, siempre llevaba las de perder en las peleas, aunque se defendía como un león contra chicos del doble de su tamaño. Y cuando llegó el momento, su corazón de león dentro de su cuerpo frágil de adolescente, fue la fuerza que lo empujó.
El día que estalló la Revolución, no titubeó en ofrecerse. De nada valieron las súplicas maternas. Era un niño en edad pero madurado tempranamente ante la injusticia y la persecución.
El rifle máuser que le entregaron en la jefatura era demasiado pesado para los débiles brazos, pero salió orgulloso con el arma al hombro. Obedeciendo órdenes se encaminó a la Terminal de Ómnibus con un grupo de muchachos. Fue ante el Teatro Libertador donde recibió su bautismo de fuego.
Un franco-tirador, parapetado en las azoteas del teatro, abrió fuego graneado sobre el grupo. El oficial que los dirigía les ordenó se pusieran a cubierto, pero hubo uno que desobedeció la orden, que rápidamente cruzó la calle y subiendo las escalinatas de un salto, se perdió tras la puerta del teatro. Sigilosamente subió hasta el último piso.
El máuser le pesaba toneladas mientras avanzaba sosteniéndolo en cruz, la altura de la cintura. Finalmente descubrió la cabeza del tirador oculto y se adelantó para apuntar. El piso crujió bajo sus pies, lo que fue suficiente para poner sobre aviso al traidor. Este, girando, le descargó una andanada de metralla.
Las balas repiquetearon sobre la culata y el caño del máuser que el “pibe” sostenía a la altura de la cintura, Ninguna lo hirió pero el fuerte impacto le hizo perder el equilibrio y cayó hacia atrás, escaleras abajo, rodando los cuatro pisos hasta la calle.
Al pie de las escaleras, sus compañeros recogieron su cuerpo exánime. Gracias al “pibe” habían podido bajar al franco-tirador al darles este la espalda para balear al muchachito. Su valor les había ahorrado tiempo y, quien sabe cuántas vidas.
“Ahora comprendo por qué le llaman “el pibe de la suerte”, comenté yo.” Recibir una andanada de ametralladora y venirse cuatro pisos escaleras abajo y salir con vida… ¡Eso es suerte!
“Si, contentó la señora pensativa, pero un pibe de quince años tiene derecho a dos piernas, ¿verdad?”
Marta Castellanos
FUENTE: Revista “Nosotros los Muchachos” – Número Extraordinario – Septiembre 1955 – página 42 a 44.