La historia del testamento apócrifo de Eva Perón

La historia del testamento apócrifo
El general Perón se apoderó de los bienes de su segunda esposa a partir de un manuscrito declarado nulo por la Justicia
En las notas evocativas Evita dejó de existir (¿dejó de existir?) el 26 de julio de 1952. Pero al hurgar en la realidad de entonces se descubre que ésa no fue su única muerte. Hubo cinco más. Primero cuando le mataron la ilusión de la vicepresidencia. Sea porque los militares la cuestionaban o porque Perón la veía demasiado enferma, o por ambas cosas, lo cierto es que el sueño se desvaneció en agosto de 1951. Merecía con creces el halago de esa candidatura. No así cuatro años antes, cuando su ingenuidad le hiciera soñar con traer un marquesado pontificio del Vaticano, sin haber reunido los méritos que exige la Iglesia.

Pero si lo de marquesa al final habría sonado absurdo hasta para ella misma, la vicepresidencia hubiese tenido la legitimidad de cuatro millones y medio de votos.

Nada de eso pudo ser y se quedó sin investidura. No renunció a los honores -como dijo después-, debió resignarse a no tenerlos. Aunque Perón podía haberle dado el gusto, pues si de enfermedades se trataba, el vicepresidente Quijano tampoco rebosaba de salud: fue electo y falleció en la víspera de su segundo mandato. En cambio, Evita, con 38 kilos, estuvo al lado de su marido en la ceremonia del juramento.
Un mes antes de morir

Muerta la ilusión, se puso a escribir en una hoja con membrete lo que sentía por Perón y por los descamisados, sin imaginar la utilidad que su marido le daría a ese trozo de papel en el juicio sucesorio. Fue presentado como su testamento. ¿Pero lo era realmente? Los hechos demostrarían otra cosa.

Evita empezó aquella carta un mes antes de morir, en la que decía: "Buenos Aires, 29 de junio. Quiero vivir eternamente con Perón y con mi pueblo. Esta es mi voluntad absoluta y permanente y es por lo tanto mi última voluntad. Donde esté Perón y donde estén mis Descamisados allí estará siempre mi corazón para quererlo con todas las fuerzas de mi vida y con todo el fanatismo que me quema el alma. Si Dios lo llevase del mundo a Perón, yo me iría con él, porque no sería capaz de sobrevivir sin él, pero mi corazón se quedaría con mis Descamisados, con mis Mujeres, con mis Obreros". Se detuvo allí, en la segunda carilla, porque estaba exhausta, sin firmeza en el pulso. Y la dejó sin firmar, pero su caligrafía era fácilmente reconocible.

Este es el único manuscrito verdadero de Evita que luego se utilizaría como testamento, pero en el cual no se habla de legar nada a nadie. Por el contrario, no se refiere a su ausencia (dice que quiere "vivir eternamente") sino a la de Perón ("si Dios lo llevase del mundo"). No obstante, se consideró que el breve manuscrito era nomás su última voluntad.
Pero con un agregado que, misteriosamente, apareció después y en el que se leen estos dos párrafos: "Quiero que todos mis bienes queden a disposición de Perón, como representante soberano y único del pueblo. Yo considero que mis bienes son patrimonio del pueblo, y que todos mis derechos, como autora de "La razón de mi vida" y de "Mi mensaje" cuando se publique, sean también considerados como propiedad absoluta de Perón y del pueblo argentino. Mientras viva Perón, él podrá hacer lo que quiera de todos mis bienes: venderlos, regalarlos e incluso quemarlos si quisiera, porque todo en mi vida le pertenece, todo es de él. (...) Pero después de Perón, el único heredero de mis bienes debe ser el pueblo".

Aquí sí se habla de legar los bienes a un único heredero, cuando la herencia le correspondía en partes iguales tanto a su esposo como a su madre, no solamente al primero.

Lo sospechoso del "testamento" es que ya no se trataba de las hojas manuscritas con el texto inicial, sino de carillas escritas a máquina, con la misma fecha e inicialadas al pie, en donde las letras E.P. están hechas con un pulso muy firme, que no era el suyo aquel 29 de junio de 1952.
Dice Joseph A. Page -biógrafo de Perón- que esas iniciales "no resultarían difíciles de falsificar" y que, además, el texto mencionado "no expresa los deseos de ella respecto a la distribución de sus bienes". Para Nicholas Fraser y Marysa Navarro -biógrafos de Evita-, "estos últimos deseos... podían ser de otra persona".

En ese "testamento", que Evita nunca escribió ni le dictó a nadie, quedaba fuera de la herencia su madre, Juana Ibarguren, quien jamás reconocería el escrito. Lo cuestionó desde el primer día. Es más, se había negado a firmar un papel preparado por los letrados de Perón, en el cual debía cederle a éste los derechos sucesorios por la herencia de Evita.

Pero esa negativa duraría hasta que la presionaron a través de su hijo, Juan Duarte, que le suplicó: "Vieja, firmá porque corro peligro, si no me voy a tener que ir del país". Apenas lo hizo, su yerno fue declarado único heredero y hasta se dictó una ley especial para eximirlo de pagar los derechos sucesorios.
Indemnización

Seis años después, doña Juana entabló un juicio de "nulidad de escritura y revocación de donación", alegando que había firmado contra su voluntad. El pleito tuvo sentencia favorable en 1972. Al año siguiente Perón regresó definitivamente al país y al serle devueltos los bienes interdictos en 1955 recibió una indemnización de ocho millones y medio de dólares.

La mitad de ese dinero le correspondía a su suegra, ya fallecida, y debían cobrarlo las hermanas de Evita. Sin embargo, la ley de restitución hizo caso omiso de la sentencia judicial y Perón, que era de nuevo presidente, no quiso darles nada. Fue al año de su muerte, en 1975, cuando María Estela Martínez de Perón, ya en la presidencia, intentó desinteresarlas con un cheque por el 37 por ciento del total (tres millones de dólares) depositado en el Banco Nación, para ser imputado a la sucesión de las Duarte. Pero como el cheque era de la Cruzada de Solidaridad Justicialista y acreditarlo significaba una malversación de fondos públicos, la viuda debió pagar en efectivo. Las hermanas de Evita cobraron bajo protesta.

El final del cuento no deja dudas: Evita, apenas fallecida, soportó otra muerte más. La que le infligió su marido al arrebatarle los derechos sucesorios a su familia.

Por Hugo Gambini
Para LA NACION