Por Hugo Gambini Para LA NACION
Martes 15 de abril de 2003 Publicado en edición impresa
El día comenzó con una gran redada policial. Centenares de almaceneros de barrio, a los que se culpaba por la inflación, y decenas de políticos opositores, a los que se acusaba de "propalar versiones alarmistas", se fueron amontonando en los pequeños calabozos de las comisarías. Aquella mañana, la Federal no daba abasto. Los furgones celulares iban y venían cargados de "vendepatrias", en una ardua tarea que debía culminar con la vigilancia del nuevo acto de la CGT en adhesión al presidente.
Perón acababa de lanzar una campaña "contra el agio y la especulación" y suponía que con la detención de "agiotistas" y de "contreras" podría revertir los efectos inflacionarios de su errática política económica. Llevaba siete años en el poder en medio de un clima político cada vez más pesado. La violencia se aplicaba de manera sórdida, detectada sólo a través de rumores, porque no existía libertad de prensa. Pero se sabía que quien hablara mal del presidente o actuara contra el gobierno tendría problemas. Las bombas y los tiroteos contra los opositores ya acumulaban un saldo de diez muertos.
Como dice Vicente Massot en su último ensayo, "a partir de 1950 el peronismo inauguró el empleo desfachatado de la prepotencia contra sus adversarios y apeló a métodos cada vez más violentos para retener la obediencia del cuerpo social; la tortura fue uno de ellos" (Matar y morir, Emecé, 2003). Al finalizar la primera presidencia, las cárceles desbordaban de presos políticos y gremiales, algunos interrogados con la picana eléctrica.
Por eso, temeroso de una dura respuesta opositora, Perón advirtió: "El pueblo debe saber que si se altera el orden, si hay atentado o asesinato, su reacción ha de dirigirse sobre los verdaderos culpables y dar un escarmiento que, por ejemplar, se recuerde por varios siglos" (Democracia, 16/8/1951). Esa idea suya de "hacer tronar el escarmiento" sonaba terrorífica, a juzgar por los siglos de recordación que pretendía.
El clima de obsecuencia lo había marcado el titular de la CGT, Eduardo Vuletich, cuando, la noche anterior al acto, dijo por la cadena oficial: "Nosotros lo queremos, general, aun descalzos y desnudos, y estamos con usted sin condiciones. Queremos decirle que usted haga lo que le parezca mejor. Nosotros, los trabajadores, estamos para secundarlo, para obedecerle consciente y voluntariamente". Con la plaza repleta, al rato de comenzar el discurso presidencial se oyó un estruendo y asomó una humareda en la esquina de Hipólito Yrigoyen y Defensa. Perón se anticipó: "Estos son los que hacen circular rumores todos los días; parece que hoy se han sentido más rumorosos, queriéndonos colocar una bomba". En ese instante se oyó otra explosión, que lo enfureció: "¡Vamos a tener que volver a la época de andar con el alambre de fardo en el bolsillo!". La muchedumbre le respondió con un grito de guerra: "¡Leña! ¡Leña!". Y Perón los excitó más aún: "Eso de la leña que me aconsejan, ¿por qué no empiezan ustedes a darla?".
Mirando para otro lado
La primera bomba había estallado dentro del hotel Mayo, en Hipólito Yrigoyen 420, y la segunda, en la estación del subte, había segado la vida de una mujer y cuatro hombres. Al acortarse el acto, un grupo enfiló por la Avenida de Mayo, anunciando su objetivo de quemar la Casa del Pueblo. Eran las seis y media de la tarde cuando llegaron a la sede socialista de Rivadavia 2150. Adentro, treinta afiliados acompañaban al secretario general del partido, Ramón A. Muñiz, que llamó a la seccional y reclamó efectivos para evitar incidentes. "Toda la policía fue destinada al acto de Plaza de Mayo", le contestaron. Esto decidió a los socialistas a escapar por los fondos.
Al grito de "¡Judíos! ¡Váyanse a Moscú! ¡Patria sí, colonia no!", fueron rotos a pedradas los vidrios del frente, mientras un camión municipal era estrellado contra la puerta de hierro, para abrir paso a los asaltantes. Estos treparon hasta el primer piso y arrojaron por las ventanas los libros de la Biblioteca Obrera Juan B. Justo. En el medio de la calle se hizo una gigantesca fogata con lo que era entonces el más importante archivo histórico de las luchas sociales en la Argentina. Adentro, las llamas comenzaron a ganar altura en el archivo del periódico La Vanguardia, hasta destruir todas sus oficinas. La consigna policial era actuar solamente en caso de que el incendio se propagase a las casas vecinas, pero esto no ocurrió porque los bomberos cuidaron que los límites del siniestro no se extendieran más de lo previsto.
Los viejos afiliados juntaban su impotencia sobre la vereda de enfrente. En sus murmullos flotaba una trágica coincidencia histórica: otro 15 de abril, en 1919, los fascistas habían incendiado en Milán las oficinas del diario socialista Avanti! Además, los aterraba recordar que tres años después habían quemado treinta locales de ese partido en toda Italia y que habián vuelto a hacerlo en 1925 en Florencia y en 1926 en Milán.
A la mañana siguiente se desplomó el techo. Un rayo de sol atravesaría la sólida estructura aún en pie, iluminando el vacío interior de la Casa del Pueblo. El clima no podía ser más hostil para el Partido Socialista, que tenía sus imprentas clausuradas y sesenta dirigentes encerrados en Villa Devoto.
Pero las llamas purificadoras también devorarían otros edificios, porque una vez que envolvieron la sede socialista, el grupo incendiario se corrió hasta la Casa Radical, en Tucumán 1660, donde forzaron la entrada y sacaron muebles, cuadros, libros y papeles para hacer la segunda fogata. Como adentro no había nadie, le prendieron fuego a la planta baja y se fueron. Aunque algo falló en el operativo, porque las llamas lamieron las paredes, pero no se propagaron. Horas después los diputados radicales Adolfo Ferrer Zanchi y Santiago Nudelman recorrieron la casa y comprobaron que los pisos de arriba se habían salvado.
La sede del Partido Demócrata Nacional, en Rodríguez Peña 525, escapó del incendio pero no de la fogata callejera, que llegó a tener ocho metros de alto, con todos los muebles y libros sacados del interior. Esa contemplación hacia el edificio de los conservadores tendría en cambio un precio mucho más costoso en el Jockey Club, centro de la clase alta, que se convertiría en una descomunal hoguera. Ardieron allí más de cien pinturas famosas y los tapices más valiosos de Buenos Aires. Del majestuoso edificio de Florida 559 no iban a quedar ni los muros.
Al ser informados de la inminente y siniestra visita, Urbano de Iriondo, presidente del club, y Horacio Rossini, intendente, se cansaron de reclamar protección policial, pero en el Departamento de Policía nadie tenía interés en atender el teléfono. El Jockey fue tomado a las doce de la noche, cuando alguien entró por la ventana de la calle Tucumán y destrabó la puerta. Entonces los incendiarios irrumpieron a los tiros, lo que precipitó a los socios a escapar por los techos vecinos. La Diana cazadora de Falguière rodó escaleras abajo y el fuego arrasó con todo, devorándose una valiosa pinacoteca que incluía La boda y El huracán, de Goya. En la mañana del 16, el Jockey seguía en pie, humeando, hasta que se desmoronó.
Para Perón, ésa había sido la hora de hacer tronar el escarmiento. Dos décadas más tarde descargaría idéntica amenaza sobre "los enemigos embozados", a los que antes había halagado como "la juventud maravillosa", la misma que acababa de traerlo.
El 15 de abril de 1953 fue una de las fechas más estremecedoras de la época. Hasta ese momento no se había conocido nada tan aterrador. Los cinco inocentes que murieron por las bombas de los opositores y las hogueras instigadas desde el poder demostraron hasta qué punto la persecución política puede generar un enfrentamiento tan feroz. Cosas peores vinieron después, ya lo sabemos, pero no hay que olvidar los episodios que generaron la escalada de violencia. Que no comenzó en 1955, como creen muchos.
Hugo Gambini es periodista. Autor de Historia del peronismo (Planeta): 1. El poder total (1943-1951) , 2. La obsecuencia (1952-1955) .
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