Lo que usted encontrará en estas páginas son documentos históricos del período, sus transcripciones textuales y comentarios con citas y notas para comprenderlos mejor. Lea aquí la historia del peronismo que se oculta, se niega o tergiversa para mantener un mito que no es.

Contenidos

TENGA EN CUENTA: Que vamos publicando parcialmente las transcripciones a medida que se realizan. El trabajo propuesto es ciertamente muy extenso y demandara un largo tiempo culminarlo. Por eso le aconsejamos volver cada tanto para leer las novedades.

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Fallo de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Civil, Comercial y Penal Espacial: Juan Domingo Perón s/ Bienes mal habidos

Fallo en Cámara

CUERPO V

FALLO DE LA EXELENTÍSIMA CÁMARA NACIONAL DE APELACIONES EN LO CIVIL, COMERCIAL Y PENAL ESPECIAL Y EN LO CONTENCIOSO ADMINISTRATIVO DE LA CAPITAL FEDERAL DICTADO EN LA CAUSA SOBRE LA INTERDICCIÓN DE LOS BIENES DEL MANDATARIO DEPUESTO (DECRETO LEY 5.148/55)

SALA EN LO CONTENCIOSOADMINISTRATIVO

Voto de los doctores Juan Carlos Beccar Varela, Horacio H. Heredia y Adolfo Ricardo Pablo Gabrielli

2.252. – PERON, Juan Domingo (interdicto), comunica bienes patrimoniales por intermedio de su apoderado.

Buenos Aires, 15 de Noviembre de 1956.

Vistos estos autos caratulados “perón, Juan Domingo (interdicto), comunica bienes patrimoniales por intermedio de su apoderado”, venidos a conocimiento del tribunal en virtud del recurso concedido a fojas 223 vuelta, por la Junta Nacional de Recuperación Patrimonial, de conformidad con lo dispuesto por el artículo 5º del decreto ley 5.148/55, el doctor Beccar Varela, dijo:

A raíz del sorteo practicado, me toca votar en primer término en este fundamental asunto. Previamente quiero dejar constancia que antes de dar forma definitiva a mi voto he conocido, en el acuerdo de las opiniones de mis colegas. Por ello, no han de extrañar las referencias que hago a las mismas, a pesar de que en la sentencia aparezcan emitidas con posterioridad a la mía.
1º- Una de las características salientes de estos últimos tiempos ha sido la instalación de regímenes dictatoriales, opresivos en mayor o menor grado, sobre países altamente desarrollados.
En todos ellos, las garantías y derechos individuales han sufrido –o sufren aún en algunos- gran desmedro, al desaparecer en la realidad de las cosas el imperio de las leyes y de las instituciones. En muchos de esos países se mantuvo una fachada de respeto a la constitución, por las leyes, por la separación de los poderes, por los derechos individuales. Como dice un autor contemporáneo, parece ésta una característica de las dictaduras sudamericanas. La realidad desmiente en ellas, categóricamente, lo que la propaganda y la letra de las leyes profusamente declaran.
Una segunda nota, inseparable de la primera, ha sido el enriquecimiento, en grado escandaloso, de los usufructuarios del poder dictatorial y sus allegados y amigos. Tan inseparables son esas dos características, que se las dijese unidas por una relación de causa a efecto. Lo difícil sería, en todo caso, determinar cual actúa como causa y cuál como efecto, porque si bien una es la condición indispensable para que la otra se de, a su vez esta última actúa como un proceso estimulante para mantener y agravar la primera.
2º No es por ello de extrañar que al caer estos regímenes dictatoriales se sienta como una especie de necesidad de reparar rápidamente la injusticia que se supone estos enriquecimientos obtenidos al calor de la opresión.
Veamos someramente lo ocurrido en algunos países en circunstancias similares a las que están pasando en el nuestro.
a) En Italia, caído el régimen fascista, como recuerda Giacomo Primo Angenti (L’avocazione dei proffetti di regime, Roma, 1944), de todas partes se levantaron protestas contra las considerables riquezas acumuladas por hombres políticos y por aquellos que habían desempeñado cargos públicos; en todas partes se dijo que estas riquezas habían sido obtenidas aprovechando, ilícitamente, de la situación especial en la cual por un determinado período de tiempo se hallaron estos señores. Las protestas tenían su fundamento también en razones históricas; puesto que, los hombres que hicieron profesión política antes del 28 de octubre de 1922 nunca acumularon tantas riquezas, efectivamente aquellos que no tenían otros bienes, los recogieron ya sea tomándolos de entidades que administraban o de terceros y dañando, en definitiva, las entidades que administraban; tanto en uno como en otros caso, el Estado ha sufrido daño.
A las insistentes observaciones que se alzaron de la prensa, se agregó el informe del ministro de Finanzas en el primer Consejo de ministros; en el mismo, además de la trágica situación del país, aparecía evidente que el dinero público había servido para satisfacer intereses privados.
Resultó fácil, por lo tanto, llegar a la conclusión de que presumiblemente las riquezas de estos señores habían sido reunidas perjudicando al Estado. De aquí la necesidad de disponer que los mismos demostrasen la legítima proveniencia de dichas riquezas, o en su defecto, resarciesen el daño al Estado devolviendo esos bienes que solo representaban el fruto de lo ilícito. Se radicó de esta manera, en la conciencia nacional, una presunción de la ilicitud de las riquezas, a vencerse –por natural sentido de equidad- con la llamada prueba contraria. Surgieron así los artículos 1º y 2º de la ley del 9 de agosto de 1943.
Según esos artículos, se traspasaban al Estado los bienes pertenecientes a personas que hubiesen ocupado cargos públicos o ejercido actividades políticas durante el período comprendido entre el 28 de Octubre de 1922 y el 24 de julio de 1943 –o sea durante el régimen fascista- y que hubiesen logrado un rápido e importante aumento de su patrimonio, del que no diesen justificación.
Este decreto real fue más tarde substituido por otro legislativo del 27 de julio de 1944, más extenso y más orgánico, pero inspirado en el mismo principio, expresamente declarado en el artículo 26: “los incrementos patrimoniales obtenidos después del 28 de octubre de 1922 por quien desempeñó cargo público o desarrolló actividades políticas, como fascista, se presumen beneficios del régimen, a menos que los interesados demuestren que los enriquecimientos tuvieron proveniencia lícita.”
Los reclamos de los afectados se tramitarían ante los organismos administrativos que se indicaban, con apelación, en tercer grado recién, para ante la Corte de Casación.
b) En Venezuela, producida la revolución de Octubre de 1943, la Junta Revolucionaria dictó el decreto Nº 6, por el que se dispuso la creación de una comisión que determinara las personas que no podrían disponer de sus bienes hasta tanto no dictaminase sobre su responsabilidad en el manejo de los fondos públicos o enriquecimiento indebido por abuso del ejercicio de cargos del Estado l tribunal que se crea con tal fin.
La comisión, al poco tiempo de constituida, dictó una resolución determinado las personas que quedaban interdictas. (Resolución del 10 de noviembre de 1945.
Una semana más tarde -17 de noviembre de 1945- la Junta Revolucionaria, por decreto Nº 54, dispuso que las personas en la nómina elaborada por la comisión calificadora –eran unas 165- deberían hacer una declaración jurada de todo su patrimonio en un plazo de 15 días, en la que podían consignar todas las explicaciones que juzgasen pertinentes para esclarecer el origen y legitimidad del mismo.
Por el artículo 3º se estableció que “los bienes no incluidos en la declaración a que se refiere el artículo anterior se considerarán renunciados a favor del fisco nacional, salvo que se pruebe dentro del término de seis meses que la omisión se debió a un error excusable. Del mismo modo se procederá respecto a los bienes de personas que no hicieren su declaración”.
Por último, el decreto Nº 64, dictado por la Junta Revolucionaria el 27 de noviembre de 1945, creó el Jurado de Responsabilidad Civil y Administrativa, que debía pronunciarse sobre los enriquecimientos en cuestión; transcribo por su interés los considerandos en que se fundó la medida;
“La Junta Revolucionaria de Gobierno de los Estados Unidos de Venezuela: En atención a que uno de los principales propósitos de la revolución que derrocó el régimen de gobierno anterior es el de establecer la moralidad administrativa; en atención a que al amparo de los privilegios derivados del ejercicio abusivo del poder, se lograron enriquecimientos indebidos que la conciencia nacional repudia, tanto por señalados funcionarios públicos como por algunos particulares en estrecha connivencia con ellos; en atención a que es indispensable restituir al patrimonio público y de los institutos autónomos de carácter público, previo examen realizado por un tribunal especial que conozca en justicia de estos hechos, las cantidades adquiridas indebidamente al amparo del ejercicio del poder, dicta el siguiente decreto Nº 64…”
Dicho decreto estatuye, a la vez, el trámite que debía seguirse ante el jurado. Cabe destacar la disposición del artículo 7º, según la cual “contra las medidas y pronunciamientos de cualquier naturaleza emanados del jurado de Responsabilidad Civil y Administrativa no se concederá recurso alguno por lo que sus decisiones tendrán fuerza de cosas juzgada”
c) En Francia, si bien la situación no es tan similar a la nuestra como las analizadas precedentemente, también allí aprovechando el desorden proveniente de la guerra y de la ocupación enemiga que siguió a la derrota, se produjeron enriquecimientos indebidos.
Por ello, el gobierno de la liberación dicto la orden del 18 de octubre de 1944, tendiente a confiscar los bienes ilícitos. Esta ordenanza fue modificada, completada y codificada por otra del 6 de enero de 1945, que es la comúnmente citada, la que también sufrió numerosas reformas.
Refiriéndose a la legislación dice Jules Chavenau en La Confiscation des profits illicites: “Todas las guerras han sido, en la antigüedad como en nuestros días, la ocasión para ciertos individuos poco escrupulosos, o hábiles para aprovechar las circunstancias, de realizar ganancias considerables, mientras la masa de la población se sumergía en la miseria.
La opinión, pues, se ha levantado siempre contra la inmoralidad de estos provechos (o ganancias), y el poder público, en las diversas etapas de la historia, ha intervenido regularmente, de una manera más o menos organizada, para ensayar de hacer rendir cuentas a los aprovechadores, o a lo menos a aquellos de entre ellos que parecían ser los más abiertamente comprometidos.”
d) En Alemania, si bien con otras características y otros alcances, se dictó también por los aliados una legislación de emergencia, fundada en razones de justicia y moralidad, que tuvo por efecto poner en entredicho, a base de presunciones de ilicitud, el dominio adquirido durante el régimen nacionalsocialista en ciertas y determinadas circunstancias.
En la zona norteamericana, por ejemplo, el gobierno militar dictó la ley Nº 59, de fecha 10 de noviembre de 1947, que creó todo un régimen legal a objeto de que pudiesen obtener la restitución de sus propiedades aquellos que hubiesen sido privados de las mismas en forma contraria a la moral o a la ley. (wrongfully), entre el 30 de enero de 1933 y el 8 de mayo de 1945, en razón de su raza, religión, nacionalidad, ideología u oposición política al nacionalsocialismo (artículo 1º). Por el artículo 2º, se considera que la desposesión es “ilegal” o constituye confiscación, entre otros motivos, cuando sea el resultado de una transacción contra bonus mores (Contra la buena moral), violencia, etcétera.
El artículo 5º crea la presunción de que no son verdaderas donaciones las hechas por personas perseguidas por una de las razones indicadas en el artículo 1º. Esta presunción no se aplicará cuando las relaciones personales entre donante y donatario hacen probable que la transferencia constituyese una donación basada en consideraciones morales.
(La ley Nº 59, así como los fallos a que su aplicación dio lugar, pueden verse en la publicación en inglés y alemán United States Courts of the Allied High Commission for Germany – Court of Restitution Appeals Reports.)
Puede afirmarse, pues, que es también una característica de la época la existencia de este tipo de legislación que sigue a la caída de los regímenes dictatoriales o a las grandes conmociones nacionales, tales como las analizadas precedentemente.
En rigor, no se trata solamente de un sentimiento de justicia, de un clamor popular contra los enriquecimientos indebidos. Hay algo mucho más profundo todavía. En efecto, las consecuencias más graves de un estado de cosas como el recordado al principio son, por un lado, la pérdida gradual por parte del grueso de la población, del aprecio por la libertad y el orden jurídico, que cada vez hace más difícil la reacción, y por el otro, el efecto corruptor que el ejemplo de los grandes enriquecimientos obtenidos por el solo hecho de contar con el poder o con el favor de quienes lo ejercen produce en el pueblo, especialmente entre las nuevas generaciones. Con tal ejemplo a la vista cuesta mucho, sin duda, formar hábitos de trabajo y de sentido del deber en la juventud.
Ese doble efecto de ablandamiento cívico y de corrupción moral es el más temible de las dictaduras, y el que más requiere una acción decidida y rápida de quienes, después de caídas o derrocadas, asumen la tremenda responsabilidad de encauzar nuevamente a los países que la sufrieron en la senda de la ley y de la moral.
Sin esta última, vanas serían todas las instituciones, pues ningún Estado podría subsistir, como entidad civilizada, sin un mínimo de moralidad respetado por una parte apreciable de su población.
De ahí que entre las finalidades esenciales y primarias del Estado se indique siempre la promoción de la moralidad; y ellos no solo en la forma más notoria de la policía de las costumbres, sino también a través de numerosas normas de derecho público y privado que, en definitiva, vienen a proclamar la ilicitud insanable de todo lo que es gravemente contrario a la moral y buenas costumbres tal como lo demuestra acabadamente el doctor Heredia en su voto.
3º Triunfante, pues, en nuestro país la revolución del 16 de septiembre (1955), que puso fin a una dictadura en la que se dieron las notas indicadas al principio –desconocimiento y avasallamiento de las garantías individuales y enriquecimiento desmedido de los principales funcionarios del régimen y sus allegados-, se comenzaron de inmediato las investigaciones de esos enriquecimientos. Los primeros resultados, no por previstos y necesariamente incompletos, dejaron de causa estupor a la población.
De este modo quedaba confirmado, en forma incontrastable, el juicio moral que importó el hecho de la revolución, uno de cuyos fines fue, precisamente, poner coto al aprovechamiento de los detentados del poder y sus allegados y amigos.
Se dictó, entonces, el decreto ley Nº 5.148/1955, del 9 de diciembre de 1955, cuyos fundamentos guardan marcada analogía con los recordados más arriba al reseñar lo ocurrido en otros países.
Por su importancia y porque es indispensable para la comprensión clara y cabal del problema que se estudia en esta sentencia, transcribo a continuación dichos fundamentos o considerandos; dicen así:

“Que uno de los fines determinantes de la Revolución Nacional Libertadora es el de restituir a la Nación todos los bienes materiales e inmateriales de que fue desposeía por el régimen depuesto;
Que ese vasto programa de recuperación nacional, abonado por el sacrificio de muchas vidas, impone desmoronar y destruir todas las monstruosas organizaciones y combinaciones originadas en el proceso de corrupción que condujo a la revolución misma, como último y necesario expediente de liberación y saneamiento.
Que es público y notorio que bajo el régimen depuesto, valiéndose de la suma del poder público, del aparato de la organización estatal y hasta de las formas legales ostensibles, se han constituido fortunas fabulosas al margen del esfuerzo y el trabajo honesto que justifican y dignifican la propiedad;
Que las circunstancias que rodean a esos hechos, y en particular el ingente monto de las riquezas acumuladas en esa forma y en perjuicio de los intereses del país, así como la complejidad y arteria de los resortes establecidos para constituirlas, ocultarlas y conservarlas merecen espacial consideración y enérgicas medidas del gobierno;
Que el gobierno de la Revolución Libertadora, ejerce un mandato que emana de la voluntad del pueblo y de sus fuerzas armadas, y debe cumplirlo ineludiblemente, mediante la realización de los actos de justicia avalados por esa incontestable voluntad popular y consubstanciados con los fines de la revolución que la interpreta, sin consentir que se pretenda cohonestar la conducta lesiva del interés nacional con la invocación de las normas de un régimen desquiciado, que significó la más acabada negación y violación del derecho;
Que de las propias declaraciones prestadas ante organismos de la revolución por los más altos funcionarios del régimen depuesto, resulta que dispusieron en su provecho, y en el de sus amigos y correligionarios, de bienes, concesiones, privilegios y prebendas, beneficiándose dolosamente del sistema de discrecionalidad creado para servir a esa finalidad subalterna;
Que es un principio del gobierno republicano y un imperativo de la Revolución Nacional Libertadora la responsabilidad de los funcionarios y empleados públicos. Cuyo enriquecimiento injustificado, así como el de sus cómplices, es conducta reprochable, desdorosa y prohibida, que impone la obligación natural de devolver los bienes mal habidos al patrimonio del Estado.
Que es urgente y necesario suplir o salvar las deficiencias u obstáculos del orden procesal que presenta el régimen jurídico vigente, no establecido para situación tan excepcional, arbitrando las normas y procedimientos adecuados al logro de los fines primordiales de la revolución;
Por ello, interpretando la voluntad popular de que emana su mandato y en ejecución de los fines que dieron origen al movimiento armado, el presidente provisional de la Nación Argentina, en ejercicio del Poder Legislativo, decreta con fuerza de ley…”

Por dicho decreto, se declara la interdicción de los bienes de las personas y entidades que se enumera, impidiendo de ese modo su disposición ulterior. Sin embargo, se establece que las personas y entidades alcanzadas por esa medida pueden ocurrir ante la Junta que el mismo crear, para justificar el dominio o propiedad legítimos de los bienes interdictos, o sea, que no han sido obtenidos como consecuencia de la situación condenada en los fundamentos del decreto ( así resulta del artículo 3º, que al tiempo que acuerda el derecho a reclamo, limita la prueba de que puedan valerse los interesados).
Si los propietarios de los bienes en cuestión no se presentaren en el término fijado, o si no produjesen pruebas satisfactorias del origen legítimo de los mismos, o de los fondos con que los adquirieron, dichos bienes se transfieren al patrimonio nacional.
Este es, en apretada síntesis, en contenido esencial del decreto ley 5.148/55. Existen, por cierto, otras normas complementarias sobre la administración y custodia de los bienes mientras dura la interdicción, sobre composición y funcionamiento de la Junta nacional de Recuperación Patrimonial, determinación y reglamentación del recurso ante esta Cámara, etcétera, pero, como digo, lo esencial del régimen es lo expuesto en lo párrafos precedentes.
4º El interdicto, ex presidente de la República, por medio de apoderado, inició las presentes actuaciones ante la Junta de Recuperación reclamando se declare la legitimidad de los bienes que denuncia y se disponga su entrega en las condiciones legales.
Después de practicadas las pruebas pedidas en término y corrida vista a la fiscalía Nacional de Recuperación Patrimonial, la Junta resolvió a fojas 214/222, rechazar la excepción de incompetencia de jurisdicción opuesta por el recurrente en su escrito inicial y declarar transferido al patrimonio del Estado todos los bienes adquiridos por el mismo después del 4 de junio de 1943 –casi todos los que posee-, debiendo considerarse incluidos en la transferencia parte de los bienes que fueron de su madre y de su esposa, y los detentados por terceros, como ocurre con al menos Nélida Haydée Rivas, Asimismo, se transfieren todos los bienes que se hallen fuera del país y los no denunciados; en cuanto a los bienes adquiridos antes del 4 de junio de 1943 por el recurrente o sus causahabientes, se los mantiene en indisponibilidad, para ser compensados oportunamente con la parte del patrimonio que se halle fuera del país y que por cualquier causa no pueda ser incorporado al patrimonio nacional.
Notificado de dicha resolución, el aludido apoderado interpuso recurso para ante esta Cámara, el que le ha sido concedido a fojas 223 salvo en lo que se refiere a los bienes que se encuentran fuera del país y a los no denunciados, por no mediar respuesta de los mismos el requisito del reclamo previo exigido por el artículo 3º del decreto ley como indispensable para que dicho recurso proceda.
A fojas 225/234 y 250/255 corren agregados los memoriales con que el recurrente se agravia de la resolución de la Junta, planteando las distintas cuestiones constitucionales que debe estudiar el tribunal. En cuanto a los bienes individualmente considerados, solo se refiere a los heredados y a las condecoraciones, de los que ocupo más adelante.
5º Voy a considerar, pues, a continuación, estas impugnaciones constitucionales.
Al hacerlo, no puedo dejar de recordar que uno de los fines primordiales, el primordial en rigor, de la revolución del 16 de septiembre fue el restablecimiento del imperio del derecho.
Esta breve expresión tiene un contenido profundo de valores cuyo desconocimiento sistemático y progresivo justificaron ampliamente el movimiento armado que depuso al régimen dictatorial imperante.
La experiencia pasada, así como la de otros países no han recuperado el libre juego de sus instituciones, nos ha permitido a todos comprobar hasta qué punto fue profética la Corte Suprema cuando en un fallo dictado a principio de 1944 recordó que “fuera de la Constitución no cabe esperar sino la anarquía o la tiranía”. (Fallos: tomo 198, página 78.)
Con este espíritu, pues, y recordando también que, como dijese el alto tribunal en otra oportunidad, “la Constitución es un estatuto para regular y garantizar las relaciones y los derechos de los hombres que viven en la República, tanto en tiempo de paz, como en tiempo de guerra, y sus provisiones no podrían suspenderse en ninguna de las grandes emergencias de carácter financiero o de otro orden en que los gobiernos pudieran encontrarse” (Fallos: tomo150 página 150), es que paso a considerar, con el detenimiento y cuidado que se merecen, las diversas impugnaciones formuladas.
Para ello, no he de seguir estrictamente el orden que se las deduce sino que voy a hacerlo de acuerdo con un planteo más general en el primer término, para referirme después en forma particularizada a aquellos problemas que no pueden quedar comprendidos en ese planteo.
Y he de proceder así, porque las garantías constitucionales están de tal modo entrelazadas que forman un conjunto armónico y, por ello, generalmente la violación grave de una daña al mismo tiempo casi todas las otras. Si, en cambio, considerando las impugnaciones más graves, se llega a la conclusión de que son infundidas, se puede tener casi la seguridad de que las demás también lo serán.
6º “Con el objeto de constituir la unión nacional, afianzar la justicia, consolidar la paz interior, proveer a la defensa común, promover el bienestar general y asegurar los beneficios de la libertad…, en el suelo argentino”, los constituyentes, “invocando la protección de Dios, fuente de toda razón y justicia”, nos dieron la constitución vigente.
Y en ella, al establecer y determinar los distintos órganos del gobierno que debían asegurar y lograr las finalidades propuestas, acordaron a los poderes políticos que se creaban la facultad de dictar leyes, pues como dice Joaquin V. González, “teniendo por objeto la subsistencia amónica del conjunto de todas las libertades individuales, importan restricciones más o menos amplias de la libertad de cada uno” (Manual de la Constitución Argentina, edición Estrada, página 117).
En otras palabras, son los poderes políticos los llamados a promover el bien común o público de la sociedad, finalidad ésta en la que radica, precisamente, la razón de ser al mismo tiempo los límites de la facultad de legislar.
Toca al Poder judicial, como la más augusta de sus funciones, velar porque en el ejercicio de esa facultad no resulten vulnerados más allá de lo razonable los derechos de las personas, puesto que es para bien de ellas que en definitiva la misma existe.
Queda dicho pues, que los derechos individuales no pueden ser absolutos, so pena de negar la vida en sociedad. Desde antiguo se ha aceptado sin discusión que los mismos pueden ser reglamentados con miras a proveer la higiene, la moral y la seguridad públicas (Corte Suprema, tomo 7, página 150). No es necesario para el estudio y resolución de esta causa ir más allá y considerar si la legislación puede o no perseguir otras finalidades que aquellas estrictamente exigidas por la convivencia, como son las enumeradas y otras similares.
Débese, por lo tanto, resolver si el Poder Ejecutivo de facto, cuyas facultades legislativas en la emergencia no se desconocen, pudo o no dictar válidamente el decreto ley 5.148/1955; o con otras palabras, si con ese decreto ley se persigue o no una finalidad lícita y si los medios para lograrla resultan o no contrarios a las garantías constitucionales invocadas.
En cuanto a la licitud de la finalidad, creo que no cabe duda alguna
Hemos visto al principio de este voto que la promoción de la moralidad es una de las finalidades esenciales y primarias del Estado. Por ello, ante violaciones tan graves y generalizadas como las ocurridas en el país durante los últimos años, no puede sostenerse que el gobierno, que debe velar por esa moralidad, no esté facultado para adoptar las medidas que crea oportunas a objeto de lograr un rápido restablecimiento de la misma.
No corresponde al poder Judicial pronunciarse acerca de si las adoptadas son o no las mejores posibles; solo le toca comprobar si las elegidas resultan o no violatorias de las garantías constitucionales. Como indiqué más arriba este es, precisamente, el segundo de los problemas que plantea el decreto ley y por cierto el más delicado.
Descartado por el propio recurrente (fojas 226 vuelta y 228 vuelta/229) y por la naturaleza de las medidas adoptadas, que el decreto ley 5.148/55 tenga carácter penal, se sostiene empero, que el mismo no pudo arrebatar derechos adquiridos al amparo de la legislación anterior, toda vez que frente a esos derechos adquiridos el principio de la no retroactividad civil “deja de ser una imple norma legal para confundirse con el principio constitucional de la propiedad”.
Se sigue afirmando que al determinar el decreto cuando ha de considerarse legítimo, y cuándo no, el dominio alegado por los reclamantes de los bienes en interdicción, superpone una calificación a las calificaciones preexistentes en la ley común, relativas a la eficacia de los títulos de adquisición y a los derechos de las personas sobre los bienes que componen su patrimonio; y que como dijo la Corte Suprema, la protección constitucional de la propiedad alcanza a todos los derechos incorporados definitivamente al patrimonio y una ley nueva –como ocurre con el decreto ley impugnado- que afectase las situaciones patrimoniales preexistentes, declarando malo lo que antes era válido, o lícito lo que antes era ilícito y que, consiguientemente, hiciera perder a las personas bienes adquiridos en concordancia y conformidad con disposiciones legales anteriores, sería a todas luces violatoria de la garantía constitucional de la propiedad.
Sobre este tema, gira el primer grupo de impugnaciones que se hacen al decreto ley 50148/1955. Veamos si son o no fundadas.
Como recuerda el doctor Heredia en su voto, el ilícito civil, por contrario a la moral y buenas costumbres, está incorporado a nuestro ordenamiento jurídico positivo.
Es altamente ilustrativo al respecto el artículo 953 del Código Civil, que dispone que los actos jurídicos contrarios a las buenas costumbres “son nulos como si no tuviesen objeto”. En la nota a dicho artículo dice el codificador que “los hechos contrarios al derecho y a la moral, son puestos en la misma línea que los hechos imposibles, en el sentido que ellos no pueden ser objeto de una obligación eficaz, porque jamás se podrá invocar la protección de la justicia para asegurar su ejecución.”
Quiere decir, pues, que no puede hablarse de “derechos adquiridos”, protegidos constitucionalmente, cuando se trata de derechos sobre bienes que, directa o indirectamente, provienen de hechos o actos contrarios a la moral o buenas costumbres, del mismo modo que el ladrón no puede invocar esa protección para el producto de su robo.
Y bien, contrariamente a lo que se sostiene, el decreto ley 50148/1955 no “declara ilícito lo que antes era ilícito”, sino que simplemente, al no admitir como causas lícitas de enriquecimiento las que determina el artículo 3º en sus diversos incisos, se limita a explicitar el concepto de lo que es contrario a la moral y buenas costumbres, en relación con lo ocurrido en el país en los últimos años.
Pero todo lo que allí se incluye ya era contrario a la moral y buenas costumbres, sin necesidad de que el decreto ley lo dijese. En efecto, obtener ganancias mayores en el ejercicio de una profesión, lucrando con la función, influencia o favor de que hubiese gozado el reclamante (inciso c) o en el comercio o industria al calor de situaciones de favor, influencias o discrecionalidad en el otorgamiento de concesiones, permisos, licencias, asignaciones de cupos (inciso d) o por herencia, legado o donación que no reconocen causa extraña a la magistratura, función, empleo público o influencia política del reclamante (inciso e) o, en general, por privilegios acordados por el régimen depuesto (inciso f), todo ello, sin duda, es contrario a la moral y buenas costumbres y lo ha sido siempre.
¿En que ha venido a innovar, pues, el decreto ley 5.148/55? Creo que en esto: normalmente, nadie está obligado a demostrar que el título de propiedad de los bienes que posee es legítimo; el que lo discute, es quien debe impugnarlo judicialmente, invocando la causal de invalidez que lo achaca. Con el decreto ley 5.148/55, la situación se ha invertido. Tenemos ahora un grupo de personas y entidades a quienes se les obliga a demostrar que determinados bienes de que se dicen propietarios, han sido adquiridos legítimamente.
Parece evidente que en épocas normales, no se concebiría que una ley impusiese a todos o a un grupo de habitantes la obligación de justificar en un plazo dado la legitimidad del título con que poseen sus bienes, so pena de que estos pasen al Estado. Como he dicho más arriba, en épocas normales, quien invoca un derecho, aunque sea el Estado, debe promover la acción judicial correspondiente.
Pero es también evidente que la época pasada no fue normal. Por el contrario, constituye un hecho notorio, en parte documentado en estas actuaciones, que en los años inmediatamente anteriores a septiembre de 1955 el país vivió en un verdadero caos jurídico y moral.
Siendo ello así, ante la comprobación de que un grupo limitado de personas, precisamente los que actuaron como gobernantes o sus allegados durante ese caos, aparecen prima facie enriquecidos desmedidamente como consecuencia del mismo, y ante la imposibilidad de poner remedio ese hecho por las vías clásicas del derecho, atenta la cantidad innumerable de irregularidades que había que investigar, cometidas durante años, contando con el poder y cuidando no dejar rastros, ¿no está justificado invertir excepcionalmente el orden natural de las cosas, y exigir que sean ellos quienes demuestren que no existen los enriquecimientos indebidos que se les atribuyen?
La situación caótica de referencia puede ser equiparada desde el punto de vista jurídico, a la que subsigue, por ejemplo, a un terremoto, a una gran inundación o a un naufragio. Si después de uno de esos desastres se observase que algunas personas aparecen como habiendo aumentado su patrimonio en forma notoria a consecuencia del hecho en cuestión, siendo muy difícil, si no imposible, señalar o indicar en qué forma el enriquecimiento se produjo, no cabe duda que en procura del bien común o público, la autoridad competente podría exigir a los sospechados demostrasen la licitud de dichos enriquecimientos. Lo mismo cabe aquí. No puede afirmarse, tampoco, que con ello se viole el principio de igualdad ante la ley, por el hecho de que esa prueba se exija sólo a los más notoriamente comprometidos, pues ello también es razonable.
Por otra parte, debe observarse que no es el decreto ley por si solo el que provoca, en todo caso, la consecuencia de la pérdida de los bienes interdictos, sino que debe concurrir, necesariamente, la ausencia de invocación y prueba de título legítimo.
El decreto ley, por las razones antedichas, se limita a crear una sospecha o presunción de ilicitud –por contrarios a la moral y buenas costumbres- respecto de los modelos de adquisición de los bienes declarados interdictos (o de los fondos con que se los compró).
Si el interesado destruye esa sospecha o presunción, la libre disposición de sus bienes le es restituida plenamente, como ya ha ocurrido en algunos casos. En esos supuestos, la propiedad resulta así haber estado sometida a una indisposición temporaria, pero no ha sido aniquilada, ni mucho menos.
Si el interesado no destruye esa presunción, quiere decir que la sospecha se confirma, y el desapoderamiento que se opera en consecuencia es justo.
En cuanto a que sea el Estado quien recibe los bienes, ello no le causa a los afectados ningún agravio distinto del proveniente de la desposesión misma. En consecuencia, carecen de interés jurídico para plantear tal cuestión que en todo caso, afectaría a terceros y no a ellos, como queda dicho.
Esta consideración basta para desestimar la objeción que a ese respecto formula el recurrente a fojas 9. Pero considero útil aclarar que en la mayoría de los casos no existe o no se conoce un damnificado individual, siendo por ello lógico que sea la comunidad toda, verdadera damnificada casi siempre, mediante su órgano jurídico, el Estado, la que reciba esos bienes.
7º Antes de pasar al segundo grupo de impugnaciones, creo convenientemente analizar aquí si los títulos invocados por el recurrente a los bienes denunciados, o que se han tenido por tales, son o no legítimos.
Con referencia a la casi totalidad de los mismos se indica como título adquisitivo, las donaciones que se hicieron mientras el interdicto ocupó la presidencia de la República u otros altos cargos oficiales.
Sosteniendo la legitimidad de las mismas afirma el recurrente que no se ha demostrado cuáles son los favores, prebendas o prerrogativas obtenidos por los donantes, ni se ha probado la sugestiva coincidencia de fechas de que habla la Junta.
Olvida, empero, que de acuerdo con el sistema del decreto es él, precisamente, quien debía demostrar que las donaciones reconocen causas extrañas a la magistratura o función pública (artículo 3º, inciso e) y no la Junta lo contrario.
Ello no obstante, y no tanto para refutar este aserto del recurrente, sino más bien como demostración del estado caótico a que hice referencia más arriba, paso a comentar algunas de las donaciones que se le hicieron al reclamante mientras ocupó la presidencia de la República. De este modo, quedará también justificada la razonabilidad de la presunción creada por el artículo 3º, inciso e), en lo que al presente caso se refiere.

a) Las donaciones de Dodero. Entre los expedientes agregados como prueba a pedido del propio recurrente (foja 9 vuelta/12) figura uno caratulado “Perón-Dodero; procedimientos extorsivos”, en dos cuerpos, y otro sobre la “quinta de San Vicente”, cuyo título de propiedad también corre agregado.
De esos expedientes resulta que don Alberto A. Dodero, con fecha 24 de febrero de 1947, dirigió a la señora del ex presidente una carta que fue más tarde protocolizada en la escribanía Gaucherón (18 de julio de 1952, fojas 275), en la cual dice:

”He resuelto adoptar las medidas necesarias para traspasarle el inmueble del boulevard Artigas Nº 116 de la ciudad de Montevideo, actualmente propiedad de una Sociedad Anónima que controlo. Además, he resuelto traspasarle la propiedad de mi Villa Black Panther, situada en Biarritz (Francia).
Tengo en trámite todo lo relacionado con la explotación del Victoria Plaza Hotel, de Montevideo. Pero desde ya tomo medidas para reconocerle y transferirle el 10 por ciento de la renta neta que dicho hotel me produzca a mí, o a la sociedad que controle su propiedad.
Como esto tardará algún tiempo, para poderse concretar le adelanto que procederé a ratificarlo por acto de mi última voluntad.”

Esta carta ha sido aceptada como auténtica y emanada de su padre, por el señor Alberto E. Dodero (fojas 22) y por el abogado, consejero y amigo de su firmante, doctor Rodolfo Mezzera (foja 24)
De las declaraciones del escribano Gaucheron (fojas 194, expediente citado), y del informe obrante a fojas 74/87 de los autos principales, resulta que Dodero (padre) entregó a la Señora de Perón el total de las acciones de Territorial La Victoria Sociedad Anónima de Montevideo, con un capital de $ 200.000 oro uruguayos, y cuyo activo estaba constituido por la finca del boulevard Artigas Nº 116, de aquella ciudad, y por $ 100.000 oro uruguayos en acciones del Victoria Plaza Hotel. En el mismo sentido el doctor Mezzera en su declaración (fojas 31).
La finca del boulevard Artigas fue vendida y su precio, convertido en dólares americanos (70.569), fue entregado por Gaucheron al mayor Renner, quien manifestó en sus declaraciones haberlo puesto en manos del ex presidente. El recibo firmado por Renner, así como el de custodia de acciones de la sociedad Victoria Plaza, por un valor nominal de $ 100.000 oro uruguayos, y la totalidad de las acciones de La Territorial Victoria, fueron entregados por el escribano Gaucheron al interventor guardián de los bienes del ex presidente, con fecha 27 de octubre de 1955, según consta en acta Nº 47, del libro de actas (1947) de la Escribanía General del Gobierno de la Nación.
Según declaraciones del señor Alberto E. Dodero, corroboradas por las de Aloé, del ingeniero Urbano Aguirre, presidente de la empresa constructora Capresa S.A. y otras agregadas a los expedientes indicados más arriba, Dodero (padre) pagó la construcción de la casa que se levanta en la quinta de San Vicente, iniciada en el año 1947, y cuyo costo final excedió del millón de pesos moneda nacional. A estar a lo que resulta del paquete de facturas y recibos acompañados por el señor Dodero (hijo) a la Comisión Nacional Investigadora, su padre habría costeado también los gastos de instalación de la referida casa, así como la de la calle Teodoro García, en Belgrano.
De esas facturas resultaría también el pago de varios millones de francos en conceptos de alhajas y vestidos de la Señora del ex presidente, durante los años 1947 a 1950.
Dando cumplimiento a la promesa hecha por Alberto A Dodero en su carta del 24 de febrero de 1947, y después de las laboriosas negociaciones a que se refieren las declaraciones prestadas por sus actores en los expedientes de referencia, los hijos de Dodero, con fecha 25 de febrero de 1954, por escritura pública pasada ante el escribano Gaucheron, donaron sin cargo ni reserva alguna a la señora de Perón (que ya había fallecido) “y a sus sucesores”, el dominio de los inmuebles de la avenida Callao 1944/1948 y Gelly y Obes 2287/89.
Lo dicho en cuanto a las “donaciones” hechas por los señores Dodero al ex presidente o a su esposa. Veamos ahora las negociaciones y disposiciones que el mismo aprobara durante esos años y que, de un modo u otro, afectaban a los señores Dodero o a sus empresas.
a) A fojas 312 del expediente “Perón-Dodero”, corre agregado un informe del Banco Central, del que resulta que con fecha 1º de Octubre de 1947 el señor Alberto A. Dodero solicitó autorización para transferir al Uruguay tres millones de pesos oro uruguayos ($ 6.400.000 m/n), para la integración de acciones de la sociedad Victoria Plaza Hotel. El día 7 de ese mismo mes, la operación fue autorizada con la conformidad del gerente general y del presidente del Banco, bajo ciertas condiciones, y llevada a cabo de inmediato.
En 1948, Dodero hace gestiones para hacer una nueva remesa. Sin embargo, las dificultades de divisas no permitieron hacer la operación. En definitiva, para hacer efectiva esa remesa se concretó una venta de veinte mil toneladas de maíz al gobierno de Uruguay, que se llevó a cabo por intermedio de la firma Bunge y Born Ltda., la que informa acerca de la misma a fojas 176, acompañando fotocopia del contrato formalizado con el IAPI el 26 de enero de 1950, y uno de cuyos originales obra en el expediente 125-120.104 – Exportación, del IAPI, agregado, del mismo surge que para esta operación, por unos $ 4.000.000 m/n. “el Banco Central de la República Argentina, exime a la firma exportadora del cumplimiento de los requisitos de la circular 1.059 (negociación inmediata de las divisas en el mercado oficial a un tipo dado) en virtud de la garantía que otorgará el señor Alberto Dodero para cada uno de los embarques hasta completar la cantidad de las 20.000 toneladas de maíz indicadas en este contrato…”
Con tal motivo Dodero firmó unas letras que obran en fotocopia y cuyo cobro motivó un pleito en Montevideo, que terminó con una transacción a fines de 1954.
b) Por decreto del Poder Ejecutivo nacional 10.832 del 6 de Mayo de 1949; se aprobaron “las gestiones realizadas hasta la fecha por el Consejo Económico Nacional tendientes a la adquisición de la totalidad de las acciones ordinarias, serie A, de la Compañía Argentina de Navegación Dodero Sociedad Anónima”; por el artículo 2º, se autorizó y encargó a los ministros de Economía, de Finanzas, de Hacienda y de Industria y Comercio, a subscribir ad referéndum del Poder Ejecutivo y en nombre del IAPI, el respectivo contrato con los señores Alberto A. Dodero, Nicolás A. Dodero y José A. Dodero.
El día 10 de Mayo subsiguiente se firmó el contrato, comprometiéndose el IAPI a abonar por la transferencia la suma de $ 43.923.000 m/n., quedando a su cargo los impuestos nacionales que gravasen la operación o sus resultados (impuestos a los réditos, ganancias eventuales, beneficios extraordinarios, sellos, etcétera). Dicho contrato fue aprobado por decreto 11.293/49 del 12 de mayo (1949). Por último, en lo que aquí interesa, por decreto 12.014/49 del 21 de mayo (1949), se autorizó al IAPI para comprar al Instituto Mixto de Inversiones Mobiliarias –IMIM- (organismo del sistema bancario oficial) la totalidad de las acciones ordinarias y preferidas emitidas por las Compañías Argentina de Navegación Dodero Sociedad Anónima, y Rio de la Plata Sociedad Anónima (también del grupo Dodero), que tenía en su cartera un valor de pesos 164.162.850 m/n.
Quiero dejar bien en claro que con el análisis precedente no pretendo en absoluto juzgar la conducta de los donantes toda vez que, como es obvio, no está en tela de juicio en esta causa. Tampoco me pronuncio acerca de la conveniencia o corrección de las medidas de gobierno a que me he referido. El único propósito ha sido demostrar la “sugestiva coincidencia de fechas” a que aludió la Junta de Recuperación, así como el estado de inmoralidad administrativa reinante en esos momentos.
c) Otras Donaciones. Brevemente, cabe hacer resaltar que según resulta de las propias medidas probatorias solicitadas por el recurrente a fojas 40/43, que no fueron diligenciadas por estar fuera de término, se invocan como medios legítimos de enriquecimiento numerosas donaciones hechas al ex presidente por importantes firmas de esta plaza y del extranjero, que realizaban grandes negocios de importación y de exportación sujetos a cupos o a licitaciones que fijaban y resolvían oficinas dependientes de aquel. En algunos casos, esos negocios eran concertados con el estado mismo.
No cabe duda, a mi juicio, que hechos como los expuestos, y otros similares, por su importancia –suman muchos millones de pesos- y repetición, contrarían las “buenas costumbres” administrativas y no pueden, en consecuencia, invocar la protección de la justicia”, como dice la nota del artículo 953 del Código Civil transcripta más arriba. El doctor Gabrielli, en su voto, demuestra cómo esas donaciones estaban prohibidas por el artículo 79 de la Constitución Nacional (NOTA del transcriptor: actual artículo 92 reforma 1994).
8º El segundo grupo de impugnaciones se relaciona con la garantía constitucional de la defensa en juicio.
Al respecto, sostiene el recurrente que la Junta Nacional de Recuperación Patrimonial no forma parte del Poder Judicial, sino que es una comisión especial, lo que importa sacar al reclamante de sus jueces naturales; y que ello no se subsana con la intervención posterior de esta Cámara. Asimismo afirma que la severidad de las reglas de procedimiento adoptadas, especialmente en cuanto consagran el criterio de la inversión de la prueba, en cuanto prohíben la prueba testimonial y en cuanto disponen la pérdida de sus bienes por parte de quienes no se presentasen a justificar la legitimidad de su dominio, dentro del plazo perentorio fijado, no es compatible con la garantía constitucional de la defensa en juicio.
Considero que estas cuestiones, en su planteo fundamental referente a la incompetencia de la Junta para entender en esta causa, so color de que resultaría violada la garantía del juez natural, están suficientemente estudiadas en los votos de los doctores Heredia y Gabrielli. A ellos me remito, pues, por razones de brevedad, limitándome a recordar la jurisprudencia de la Corte Suprema registrada en el tomo 171, página 366; tomo 195, página 50 y los antecedentes allí citados.
En cuanto a las tachas opuestas contra el procedimiento, creo del caso observar: 1) que el problema de la inversión de la prueba, lo he considerado en el párrafo 6 de este voto; y 2) que tanto lo referente a la prohibición de la prueba testimonial para acreditar el dominio o su legitimidad, como a las consecuencias de la no presentación en término, no afectan al recurrente, y por tanto no pueden hacerse valer por el mismo, por cuanto además de que en ningún momento pretendió producir prueba testimonial, la Junta tuvo por probadas las donaciones; por otra parte su presentación en término resta toda trascendencia al juicio que formula acerca de los afectados de la no presentación por falta de citación personal.
Desechadas las cuestiones constitucionales planteadas, no cabe duda que la Junta nacional de Recuperación Patrimonial tiene competencia exclusiva para conocer en primer término en los reclamos previstos por el artículo 3º del decreto ley 5.148/55, y por lo tanto no la pueden tener los tribunales nacionales indicados por el reclamante a foja 4.
9º En los planteos generales hechos más arriba en torno a las impugnaciones fundadas en las garantías que la Constitución acuerda a la propiedad y a la defensa en juicio, han sido consideradas casi todas las cuestiones propuestas por el recurrente y mantenidas en la instancia. Trataré a continuación las que no han quedado comprendidas en esos planteos y las únicas referentes a los bienes individualmente considerados, que ha deducido:
a) En primer lugar, la concerniente a la nulidad de todo lo actuado que el recurrente afirma debe declararse. Por haber prejuzgado la Junta en su resolución de fojas 19/22 acerca de las cuestiones planteadas respecto de las donaciones.
Al efecto, cabe observar que el decreto ley 5.148/55 no prevé la existencia del recurso de nulidad. Por ello, salvo que se demostrase que con su negativa resulta un agravio substancial a la defensa en juicio o a alguna otra garantía constitucional, no subsanable mediante el presente recurso, el tribunal no puede entrar a conocer en el mismo, y así debe declararse.
A mayor abundamiento, creo del caso destacar que la cuestión planteada sobre la validez o invalidez de las donaciones manuales, frente a lo dispuesto por el artículo 1810 del Código Civil y 3º, inciso e) del decreto ley 50148/55, resulta teórica, por cuanto la Junta ha tenido por probadas las donaciones en cuestión.
b) En cuanto a las condecoraciones otorgadas al ex presidente por gobiernos extranjeros, entiendo que de ningún modo puede considerárselas comprendidas dentro de las previsiones del decreto ley 5.148/55; atento el origen de las mismas, no cabe presumir ilicitud o inmoralidad en su otorgamiento.
Soy de opinión, en consecuencia, que corresponde excluirlas de la transferencia ordenada.
c) A fojas 211/213 obra una copia del acta levantada con motivo del procedimiento llevado a cabo en el domicilio de los padres de la menor Nélida Haydée Rivas. En tal oportunidad fueron secuestrados los objetos, alhajas y dinero que se detalla a fojas 207/210 y que, según la citada menor, le habían sido regalados por el ex presidente (fojas 211).
Toda vez que en las actuaciones ante la Junta no se dio ninguna intervención a los representantes legales de la menor Rivas, ni al asesor de menores, estimo, de acuerdo con lo dictaminado a fojas 240 por el señor defensor oficial, que la resolución de fojas 214 no debió incluir en la transferencia que ordena los bienes aludidos, por lo que, en esa parte, debe ser dejada sin efecto. Carece de importancia que la “menor” lo sea realmente o no, pues la falta de audiencia existiría siempre, y se habría violado a su respecto la garantía constitucional de la defensa en juicio. (Fallos de la Corte Suprema: Tomo 128, página 417; tomo 131, página 400).
d) Los derechos de autor sobre el libro La razón de mi vida heredados por el reclamante, en sí mismos, no deben quedar comprendidos a mi juicio en el traspaso. En cuanto al producido de dichos derechos, en su casi totalidad estaban depositados en el Banco de la Nación en la cuenta de la ex Fundación Evita. El recurrente no ha demostrado tener derecho a los mismos ni, en todo caso, que ellos escapen a las previsiones del artículo 3º, incisos e) y f) en cuanto solo declaran legítimos los acrecentamientos del patrimonio que no se deban a la función, la influencia, el favor o a privilegios acordados por el gobierno depuesto.
Esa ausencia de prueba, y lo que resulta en cambio de las actuaciones agregadas que se individualizan a fojas 140, punto 4º, referentes al modo en que se colocaban por millares los ejemplares de esa obra, y muy especialmente de la ley 14.126 que la impuso como texto de lectura obligatorio en las escuelas, de ningún modo permitirían hacer lugar al reclamo del recurrente a ese respecto.
e) Del contexto del decreto ley 5.148/1955 resulta que los bienes adquiridos antes del 4 de junio de 1943 son ajenos al régimen de interdicción dispuesto por el mismo. Por lo tanto, respecto de esos bienes, la Junta no ha podido, a mi juicio, declarar su indisponibilidad, como lo ha hecho en el punto 5º de la resolución de fojas 214 el que debe, por ello, ser dejado sin efecto.
f) Por último, surgiendo de lo actuado la posible existencia de delitos (fojas 164 vuelta/165 y fojas 219), corresponde dar intervención a la justicia nacional en lo penal especial (artículo 164 del Código de Procedimientos en lo Criminal).
10º A mérito de todo lo expuesto soy, pues de opinión que debemos confirmar la resolución de la Junta obrante a fojas 214/222, salvo en los puntos a que me refiero en el párrafo anterior (incisos b), c), d), primera parte, y e), y dar intervención a la justicia nacional en lo Penal Especial en lo que a la posible comisión de delitos se refiere.


El Doctor Heredia, dijo:

I Los acontecimientos que son de dominio público me han colocado en el trance de participar en esta sentencia, que la ciudadanía reclama y la historia aguarda. Al pronunciar mi voto lo hago “en nombre de las generaciones que pasan y piden justicia; en nombre de las generaciones que vienen y esperan ejemplo”; así dijo el juez Sixto Villegas al dictar su condena a Rosas, imponiéndole la pena capital. El ejemplo al que alude este adusto magistrado de antaño ha de guiarme particularmente a mí, como integrante de la generación que ha venido, y porque lo recibo en calidad de atavismo, ya que soy su nieto. >Singular resulta, en verdad, que el subscrito, que nunca ha ejercido la magistratura judicial, se haya incorporado a sus estrados en circunstancias de asumir la enorme responsabilidad de enjuiciar la primera gran dictadura que se instalara en el país después que sucumbió en Caseros la que juzgara su antepasado.
Asumo, pues, con decisión y serenidad, el papel que la herencia y la fortuna me asignan en este momento trascendental que vivimos los argentinos.
La tarea de juzgar es de suyo harto difícil, y en circunstancias como éstas, se torna por demás delicada.
Formamos parte de la masa ciudadana y debemos abstraernos de las pasiones que a todos abarcan y a nadie excluyen. Considero haber logrado substraerme a tal influjo, y el tiempo lo dirá.
He conseguido formar en lo íntimo de mi conciencia la convicción de que este pronunciamiento es imparcial y justo; primera y fundamental obligación que atañe al juez. Quien juzga no puede teorizar; la dogmática jurídica se desarrolla en la cátedra y se expone en el libro; cuando se trata de juzgar, hay que hacer, por sobre todo, justicia, y esa justicia, si el juez es letrado, debe hacerla con arreglo a derecho.
Es característico de casi todos los regímenes tiránicos el enriquecimiento desmedido de los gobernantes y de los que han merecido sus favores, mientras oprimen las libertades de los demás, mancillan sus honores y envilecen sus fortunas. Esta que me toca enjuiciar no ha escapado a la regla y, antes bien, ha superado a muchos de sus procederes.
Tales síntomas brindan oportunidades para acaudalar a sus funcionarios, por el ejercicio ilegítimo de las atribuciones que la ley les confiere para beneficio público y que ellos emplean en provecho propio; y ello porque son corruptores; porque la prensa amordazada carece de voz para denunciar y la magistratura corrompida de valor para juzgar. Además, como interviene la economía en la mayoría de sus actividades, son propicios para el favoritismo. Gran parte de su desenvolvimiento ha menester de premisos y concesiones estatales para lograrse; allí es donde se otorga en abundancia a los unos lo que se niega en absoluto a los otros; y es así cómo los elegidos se enriquecen vertiginosamente, mientras se arruinan los restantes con no menor rapidez.
Tal es el panorama que está ya en la conciencia pública y que estas actuaciones confirman.

II Decretada la interdicción de los bienes del recurrente, este, por intermedio de su letrado apoderado, doctor Ventura Mayoral, se presenta ante la Junta Nacional de Recuperación Patrimonial, en el tiempo y forma establecidos por el decreto ley 50148/55, a los efectos de justificar la legitimidad del origen de sus bienes.
Con tal motivo, tacha de inconstitucional el régimen creado por el mencionado decreto ley, así como el procedimiento que el mismo organiza.
Analizaré a continuación las distintas defensas articuladas.

III Las ganancias ilegítimas no tienen el amparo de las disposiciones constitucionales que protegen la propiedad. – Parece obvio decirlo, que las garantías que los artículos 14 y 17 de la Constitución Nacional otorgan al libre uso y goce y a la propiedad misma, tienen como supuesto esencial que esa propiedad haya sido adquirida por medios lícitos y legales. De no ser así, resultarían inadmisibles las acciones reales de reivindicación, las de nulidad de actos jurídicos, y los delincuentes podrían invocarlas para conservar el dominio de las cosas habilitadas por razón de los delitos por ellos cometidos.
Por eso Bielsa (Derecho administrativo, 5ª edición, I, página 71) dice que “un derecho adquirido según los principios generales con causa jurídica, sin detrimento injusto de otro o de la colectividad, es irrevocable”. Y en su Derecho constitucional (2ª edición, página 274), que la sabía disposición del artículo 17 de la Constitución Nacional del 53 “ha garantizado durante casi un siglo ese fundamental derecho que el individuo adquiere y del cual goza según la ley que lo regla, y cuyo fundamento ético y jurídico es el trabajo persona, en cualquiera de sus formas lícitas”.

IV El ilícito civil, por contrario a la moral y a las buenas costumbres, está incorporado a nuestro ordenamiento jurídico positivo. – Ataca el representante del interdicto el régimen del decreto ley 5.148/55 porque al determinar, con efecto retroactivo, “cuando ha de considerarse legítimo, y cuando no, el dominio alegado por los reclamantes de los bienes en interdicción superpone una nueva calificación a las calificaciones preexistentes en la ley común, relativas a la eficacia de los títulos de adquisición y a los derechos de las personas sobre bienes que componen su patrimonio”, con lo que viola la garantía constitucional de la propiedad; y luego dice que ese decreto, “que afectará las situaciones patrimoniales preexistentes, declarando nulo lo que antes era válido, o ilícito lo que antes era lícito, y que, consiguientemente, hiciera perder a las personas bienes adquiridos en concordancia y conformidad con disposiciones legales anteriores, sería a todas luces violatorio de la garantía constitucional de la propiedad”.
Para considerar este agravio, es menester comenzar por dejar establecido que para la moral de ésta, como de todas las épocas, el enriquecimiento en la función pública o como consecuencia de privilegios y prebendas obtenidas por vinculación o asociación con los que la ejercen, constituye acto contrario a las buenas costumbres. Prueba de ello nos proporcionan en abundancia los distintos proyectos legislativos que, desde tiempo atrás, se han venido presentando a la consideración del Poder Ejecutivo o han sido elaborados por instituciones científicas.
Cabe anotar al respecto el presentado por el diputado Corominas Segura con fecha 16 de septiembre de 1936, que provocó el del 7 de junio de 1938 del senador Landaburu, aprobado el 13 de septiembre de ese mismo año. Como no obtuviese la sanción correspondiente de la Cámara de Diputados, hubo de ser reproducido en el Senado en 1941, siendo rápidamente aprobado (17 de junio de 1941). Esta vez Diputados le introdujo algunas modificaciones, con fecha 25 de septiembre de 1941. Vuelta al Senado, este cuerpo aceptó la mayoría de las reformas (2 de julio de 1942), pero diputados, aunque llegó a tener despacho de comisión, no fue tratado.
El trámite referido, así como otros proyectos –entre ellos, el del diputado Cisneros-, provocaron elogiosos comentarios en los diarios y un prolijo estudio del Instituto Argentino de Estudios Legislativos, publicado en 1941.
En todos estos antecedentes se da por sentado que el enriquecimiento de los funcionarios no justificado es ilícito, considerándose necesaria la creación de un tipo especial de delito que obviase la dificultad de la prueba de los hechos mediante los cuales se lo configura, a cuyo fin se invierte el onus probandi.
Después de reinstalado en Congreso en 1946 se presentaron varios proyectos en el mismo sentido, tanto por los legisladores oficialistas como por los opositores, los que en ningún caso fueron sancionados.
Y este estado de la conciencia social no solamente se tradujo en simples proyectos sino que también tuvo consagración formal en el decreto Nº 7.633, del 17 de septiembre de 1943, que creó el delito de enriquecimiento ilícito para los funcionarios o empleados públicos que directamente, o por personas interpuestas, lucren ilícitamente en beneficio propio o de terceros, mediante el ejercicio de su cargo o por la influencia derivada del mismo; impuso la obligación de presentar una declaración jurada detallando el contenido del patrimonio; y dispuso que los bienes que constituyen el enriquecimiento ilícito o su valor cuando ellos hubieran salido del patrimonio del condenado, corresponderían, salvo los derechos de terceros no beneficiados con el delito, al Consejo de Educación.
Y, por último, los decretos 7.843 del 4 de mayo de 1953 y 1.677, del 5 de febrero de 1954, reglamentaron las presentaciones de declaraciones juradas de los bienes de funcionarios y empleados y de sus familiares; y el primero creó los registros del Personal Civil de la Administración Pública y de Declaraciones Juradas Patrimoniales, disponiendo, en su artículo 13, que el Ministerio de Justicia debía proyectar la reforma del Código Penal a fin de incorporar la represión del enriquecimiento ilícito.
Y bien, tal repulsa por la moral pública es de suyo suficiente para configurar el ilícito civil, sin que haya menester de una consagración expresa legal.
Aserto éste que se ve confirmado, en primer término, por la propia constitución. El artículo dice que “las acciones privadas de los hombres que de ningún modo ofenden al orden y a la moral pública solo están reservadas a Dios y exentas de la autoridad de los magistrados”; lo que, a contrario, quiere decir que cuando actos tales de algún modo ofendan a esa moral quedan sometidos, por ello, a la jurisdicción de las autoridades, con lo que está consagrado el principio de su ilicitud.
Consecuentes con ese enunciado constitucional, son muchas las disposiciones que así lo consignan a texto expreso. En el Código Civil abundan los preceptos sobre el punto. El artículo 953, al hablar del objeto de los actos jurídicos, excluye del mismo a los hechos contrarios a las buenas costumbres. Y téngase presente que la norma no requiere que, para ser tales, deban hallarse prohibidos por la ley, puesto que a continuación menciona, como otra categoría de ilicitud, a estos últimos (“contrarios a las buenas costumbres o prohibidos por las leyes”, dice); es decir, que para tornar ilícito un acto basta con que su objeto sea un hecho contrario a las buenas costumbres, aunque no haya sido materia de contemplación legal. Análogo principio contiene el artículo 530 respecto de las condiciones, al decir que las mismas dejan sin efecto la obligación cuando son contrarias a las buenas costumbres o prohibidas por las leyes. Esto se repite en muy numerosas disposiciones, pudiendo citarse, a título de ejemplo, los artículos 792, 794 y 795, relativos a la repetición de lo pagado, el 564 que se refiere a los cargos y el artículo 1.626 sobre locación de servicios.
Toda la construcción jurídica realizada por la jurisprudencia respecto de los intereses usurarios, constituye otro factor de decisiva importancia para la confirmación de lo que sostengo. En efecto, el artículo 621 del código consagra un doble principio de libertad en cuanto las partes son libres para estipular o no intereses y en cuanto pueden estipular los intereses que quieran cualquiera sea su tipo o monto (ver Salvat: Obligaciones, 1923, página 193). A pesar de tan expresa disposición, los tribunales, en nombre de la moral y buenas costumbres, han reducido el interés consignado en las convenciones privadas, cuando su tasa se consideró excesiva. “Que si bien la ley no limita la tasa del interés convencional ni coarta la libre contratación de cláusulas que aseguren el cumplimiento de las obligaciones, prohíbe sin embargo la celebración de contratos violatorios del orden público, moral y buenas costumbres, cuya apreciación prudencial corresponde a los magistrados dentro de las circunstancias particulares de cada caso (artículos 530, 792, 1.167 y concordantes del Código Civil)”, ha dicho la Cámara Civil 1ª con fecha 21 de mayo de 1926 (J.A. 20:224). Y la Cámara Civil 2ª: “Que si bien los contratantes tienen, en principio, el derecho de estipular el interés que crean conveniente (artículo 621 del Código Civil), esta disposición no puede invocarse para amparar intereses fuera de toda proporción con la índole y convicciones de la operación realizada, porque ello sería contrario a las disposiciones del mismo Código Civil, que exigen que los actos jurídicos no contengan cláusulas contrarias a la moral ni a las buenas costumbres (artículo 953).” (J.A., 33:546.) De sentencias como éstas están cuajados los repertorios de jurisprudencia (véase: J.A., 29:153 y 182; 28:919; 24:943; 18:478; 26:259; 31:884; 36:1372; 34:445; 38:1070; 42:262; 43:223; 38:285; 42:813; 40:173; 47:848; 51:474; 50:189; 56:155; 60:916; 60:522; 54:932; 63:126; 67:851; 64:122; 64:763; 63:162; 63:227; 64:243; 69:431; 71:874 y 47; 1942-I-500; 1943-II-446; 1943-III-147; 1942-III-117; 1944-I-755; 1944-II-517; 1945-I-474; 74; 112; 1947-II-108; L.L., 7:214; 8:848; 4:280; 2:831; 8:704; 11:654; 12:896; 15:1059; 9:456; 12:221; 11:104; 20:233; 18:213; 20:412; 35:326; 39:253; 39:37; 41:474; 43:429; 46:265; 51:746; 69:578; 70:562; 70:346; Fallos: 211:228).
Por otra parte, utilizando las disposiciones contenidas en el Código Civil sobre la causa, los tribunales en Francia como en nuestro país, han realizado una verdadera policía de moralidad y buenas costumbres sobre las convenciones celebradas por las partes. Es así como Harven (ver Galli: El problema de la causa y el Código Civil Argentino, página 112) ha podido decir que el creciente descrédito del concepto individualista de la libertad para contratar, trajo como correlativo la necesidad de reconocer a los jueces una intervención mayor en las relaciones privadas, en vista a asegurar la observancia de una moralidad adecuada a cada época. Si el texto no hubiese existido, la jurisprudencia lo habría inventado, pero como existían los artículos sobre la causa, cuyo sentido exacto no se percibía bien, se obtuvo un instrumento cómodo para aniquilar los efectos de la voluntad individual cuando no está de acuerdo con lo que debe considerarse la moralidad y el contenido social de las normas jurídicas. Por su parte, Planiol y Ripert (Traité Practique de Droit Civil Français, tomo VI, página 225), refiriéndose a las disposiciones contenidas en el Código de Napoleón sobre la causa en los contratos, dicen: “Pero en el fondo estos tres artículos no tienen otro objeto que afirmar un principio tan evidentemente necesario que se hubiese impuesto aun en caso de silencio del código: a saber, que el derecho no puede ni directa ni indirectamente sancionar un acto jurídico contrario a la moral o al orden público.”
En lo que respecta a nuestro país, la Cámara Civil 1ª, con fecha 25 de Octubre de 1946, ha dicho: “La causa ilícita es tal cuando contraría las buenas costumbres, que comportan el respeto debido a las reglas morales impuestas por la convivencia y que, como cuestión de hecho, queda librada a la apreciación de los jueces, de acuerdo a las modalidades de cada caso concreto.” (L.L., 44:546.) Doctrina que ha sido reiteradamente repetida, como puede verse en L.L., 12: 233; 13: 885; 44: 26; 42: 889; 58:364; 64:222; J.A., 3:840; 8:251; 14:1092; 7:276; 12:173; 7:47; 20:951; 26:1267; 22:1101; 30:465; 36:543; 38:995; 53:670; 66:620.
Y, por último, con respecto a la cláusula penal, Colmo (Obligaciones, 1928, página 137), después de comentar que puede ella resultar excesiva con relación a la obligación principal y de sostener que la jurisdicción podría atenuarla, agrega: “Bastaría con aducir, en apoyo legal de tal criterio, que las estipulaciones contractuales no pueden ser fuente de enriquecimiento de una de las partes en detrimento de la otra, pues supone una ponderación de ventajas recíprocas, y que lo que puede resultar en contrario es inmoral e ilícito, por donde no puede fundamentar ningún derecho ni acción alguna (artículo 502). Si en tal sentido se ha resuelto por nuestros tribunales en más de un caso, a propósito de los intereses evidentemente usurarios, aunque nuestro código no los fulmine (artículo 621), como ha ocurrido, por ejemplo, en el caso fallado por la Cámara de Comercio a propósito de una obligación con intereses mensuales del 20 por ciento (diario “La Nación” de 27/XI/1914; ver Cámara Civil 1ª en G. F., 21:11; Cámara Civil 2ª en G. F., 63:13; 68:303; 69:49; 71:43); no se ve por qué no cupiera hacer lo propio ante situaciones como la que estudio fundamentalmente ideológicas a aquellas (argumento de nuestro artículo 2056).”
La afirmación de ese gran jurista era exacta cuando la formuló, al extremo de que la Cámara Civil 1ª llegó a decir, con fecha 28 de febrero de 1944, que “El criterio de reducción de intereses excesivos convenidos en contratos de préstamos de dinero, es inaplicable tratándose de cláusulas penales” (J.A., 1944-I-543). No obstante, la Cámara 2ª del mismo fuero había ya afirmado lo contrario con fecha 11 de febrero de 1941 (J.A., 73: 678). Con posterioridad, la jurisprudencia se orientó decididamente en el sentido por él indicado; y fue así como el propio tribunal que había formulado una afirmación contraria, en sentencia del 2 de julio de 1943, expreso: “Los jueces tienen la facultad de disponer la reducción a los límites de los intereses usurarios, y en su caso también de las cláusulas penales para moderar lo que fuere excesivo” (L-L., 39: 253). Análoga doctrina sostuvo la Cámara Federal de Rosario (L.L., 49:489) y la Sala D de la Cámara Civil de esta Capital (L.L., 62: 424).
Frente a las conclusiones que quedan expuestas, sólo resta por establecer si el enriquecimiento con que se ha beneficiado el interdicto a que se refieren estas actuaciones configura algún supuesto que pugna con la moral y las buenas costumbres.
Resulta de autos que la gran mayoría de los bienes que han acrecentado su fortuna, mientras ejercía la función pública, tienen origen en donaciones. Es indudable que nada tiene de particular que el primer mandatario reciba algunos obsequios, pero cuando tales regalos, por su importancia y cantidad, adquieren proporciones tan enormes, como ocurre en este caso, esos obsequios se transforman en dádivas (artículo 259, Código Penal), que los más elementales principios de moral y buenas costumbres rechazan.
Por ello, no es posible afirmar que el decreto ley impugnado haya creado una categoría de ilicitud nueva, sino que simplemente ha recogido en su texto un instituto que ya estaba incorporado definitivamente a nuestra legislación. Y, por tanto, mal se puede sostener, como lo hace la defensa, que el interdicto hubiera adquirido sus bienes por medios que antes eran lícitos y que ahora se ven convertidos en ilícitos, por el efecto retroactivo de dicha norma.

V La confiscación de Bienes, prohibida por la Constitución.- Invoca también en su defensa, el recurrente, la disposición contenida en el artículo 17 de la Carta Fundamental, que dice: “La confiscación de bienes queda borrada para siempre del Código Penal Argentino”, y sostiene que la recuperación patrimonial dispuesta por el decreto ley 50148/55 constituye una de las formas de confiscación a que alude la norma transcripta.
Yerra cuando esto afirma. No toda confiscación es alcanzada por el veto constitucional.
Aún si se quiere llamar confiscación al simple pase de bienes privados al Fisco, tampoco ésta lo sería, ya que, como se ha dicho, el amparo constitucional tiene en mira exclusivamente la propiedad adquirida por medios legítimos, como lo que no ocurre en el caso de autos, como se ha demostrado en el punto IV.
Pero, además, este instituto no tiene constitucionalmente este carácter, ya que el texto respectivo no deja ninguna duda sobre su limitación al terreno penal cuando dice expresamente que el mismo queda borrado de ese Código.
Más aún, dentro de la legislación penal, tampoco es de alcance absoluto la prohibición. En efecto, el artículo 23 del Código dispone que la condena importa la pérdida de los instrumentos del delito, los que serán decomisados. Y obsérvese que aquí se parte del supuesto de que los mismos hayan sido adquiridos por medios lícitos, ya que para los que son producto del delito tiene el mismo artículo una previsión expresa. Esta disposición recibe una acogida muy amplia en la legislación comparada (código holandés, artículo 33; español, artículo 63; italiano, artículo 36; belga, artículo 43; alemán, artículo 40, húngaro, artículo 61, etcétera), y entre nosotros una tradición ancestral (Proyecto Tejedor, libro 2º, título 2º, IV, artículo 6º; proyecto Villegas, Ugarriza y García, artículo 87; proyecto de 1891, artículo 46; proyecto de 1906, artículo 29; código de 1886, artículo 80).
El doctor Tejedor, en la nota puesta al pie del presente de su proyecto antes citado, dice: “La confiscación está abolida por la Constitución. Pero ésta se ha referido solamente a la confiscación general de todos los bienes. Las confiscaciones de objetos particulares producto o instrumento del delito, no están comprendidos en esta abolición…” Y Moreno, por su parte (El Código Penal y sus antecedentes, 1922, tomo II, página 104), manifiesta: “La confiscación general de bienes ha sido, como hemos visto, suprimida por la Constitución Nacional. Pero si bien es exacto que no se puede arrancar a una persona, por vía de castigo, la totalidad de su patrimonio, no lo es menos que pueden verificarse imposiciones parciales que signifiquen la reducción del mismo”.
A su turno, la Corte Suprema de Justicia ha tenido oportunidad de precisar este concepto, cuando dijo: “Las confiscaciones prohibidas por la Constitución son medidas de carácter personal y de fines penales, por las que se desapodera a un ciudadano de sus bienes; es la confiscación del Código Penal, y en el sentido amplio del artículo 17, el apoderamiento de los bienes de otro sin sentencia fundada en ley, o por medio de requisiciones militares” (105:50; 139:295). Y lo refirmó manifestando que no hay “confiscaciones de bienes en el sentido del artículo 17 de la Constitución Nacional porque no es tributo impuesto o un apoderamiento cumplido “sin sentencia”, ya que su validez y efectividad definitiva sólo resultarán de la decisión judicial que ha reclamado el actor en este procedimiento contencioso administrativo preestablecido por la misma ley impugnada…” (171:366).
Es de notar que la Corte, al hacer una aplicación extensiva de este concepto, lo ha referido también a casos en que se trataba de la absorción de una parte substancial del valor de alguna propiedad o de su renta, no siempre a favor del fisco, como puede verse en los muy numerosos fallos dictados con relación a impuestos, a indemnizaciones establecidas por leyes obreras, honorarios, etcétera. En estos casos, si bien ha mencionado la confiscación, en realidad aplicó el precepto relativo a la garantía que declara inviolable la propiedad.
Por último, es asimismo útil recordar que las disposiciones aduaneras contienen penas de comiso para las mercaderías introducidas en infracción a algunos de sus preceptos. Y no olvidemos que se trata de bienes legítimamente adquiridos, lo que nunca es demasiado repetir. Lo mismo ocurre con los muebles, instrumentos, utensilios y aparatos empleados o destinados al servicio de juegos de azar o loterías no autorizadas, que el artículo 6º de la ley 4.097 manda secuestrar, conjuntamente con los fondos provenientes de esas actividades prohibidas (ver Fallos: 67:185). Muchos ejemplos más podrían traerse, pero, a los efectos que se tienen en vista, basta con lo dicho.
Por todo ello, el rechazo de la defensa deducida se torna un imperativo ineludible. En efecto, no se trata aquí de aplicar sanciones penales, como, por otra parte, lo reconoce expresamente el recurrente; no está en tela de juicio la totalidad del patrimonio, sino, y tan solo aquellos bienes que se tienen por mal habidos; no se procura un desapoderamiento sin sentencia fundada en ley, “ya que su validez y efectividad definitiva sólo resultará de la decisión judicial que ha reclamado el actor en este procedimiento contencioso administrativo, como ha dicho la Corte; ni se trata de la absorción del valor o rentas de bienes.

VI El artículo 95 de la Constitución Nacional.- Ataca también el recurrente el decreto ley 50148 / 1955, como violatorio del artículo 95 de la Carta Fundamental.
Esta defensa ha sido esgrimida muy frecuentemente en los estrados judiciales y dio lugar a reiterados pronunciamientos de la Corte Suprema.
Así, este tribunal ha tenido oportunidad de manifestar: “Es constitucionalmente válida la concesión de facultades jurisdiccionales a funcionarios u órganos administrativos con el objeto de amparar derechos cuya tutela es de interés público, entre ellas las del Estado, para la correcta percepción de la renta pública” (198: 142 y 79 y jurisprudencia citada en el punto VII). Y no puede ser dudoso que está presente en el caso la tutela del interés público.

VII Comisiones especiales.- Se defiende también el recurrente sosteniendo que la Junta Nacional de Recuperación Patrimonial constituye una de las comisiones especiales prohibidas por el artículo 18 de la Constitución Nacional.
A este respecto, la Corte Suprema ha dicho que el objeto del artículo citado “ha sido proscribir las leyes ex post facto y los juicios por comisiones nombradas especialmente para el caso, sacando al acusado de la jurisdicción permanente de los jueces naturales, para someterlos a tribunales o jueces accidentales” (17:22; 144:89; 135:190; 186:41; 126:146; 128:422; 154:101; 145:271 y 348; 214:42 233:436; 186:41; 187:491 y 458, etcétera).
A primera vista podría pensarse, quizás, que acierta el representante del interdicto cuando formula esta afirmación. Pero las disposiciones constitucionales, como todas las normas jurídicas, no tienen por fin aludir a supuestos exclusivamente teóricos, sino, y antes bien, reglar situaciones que viven en la realidad. En consecuencia, para precisar el alcance de un precepto, menester es atender a los fines que persigue y ver si en el hecho se presenta el evento tomado en consideración.
Desde este punto de vista, resulta evidente que lo que se propone la garantía de lo que se trata es evitar que nadie sea juzgado por un tribunal ad hoc, en cuanto el mismo puede usar de los poderes accidentales de que ha sido investido de manera arbitraria o con fines persecutorios, sospecha de la que están libres los organismos judiciales permanentes. Y bien, en el caso no se dan tales posibilidades porque de las decisiones de la Junta Nacional de Recuperación Patrimonial puede recurrirse para ante este tribunal, que está facultado para revisar su decisión. Con ello, se desvanece toda sospecha de arbitrariedad y la prohibición constitucional no juega.
Por estas circunstancias, la Corte en el caso “Frigorífico Anglo Sociedad Anónima c/ Gobierno Nacional sobre revocación de multas impuestas en virtud de preceptos de la ley 11.226, dijo “…que ningún precepto constitucional se opone a que el Congreso –procurando con la sanción directa e inmediata de tales infracciones hace más eficiente su control y prevención- faculte al Poder Ejecutivo a obrar como juez administrativo e imponer sanciones como la multa cuya legitimidad se cuestiona, siempre que se deje expedita la instancia judicial; y con este criterio ha dictado los preceptos similares de las leyes de aduana, de impuestos internos, de ferrocarriles, la Nº 8.999, etcétera, que facultan al poder administrador a imponer sanciones diversas que no excluyan la decisión judicial sobre su procedencia definitiva…”. Y más adelante, haciéndose cargo de la impugnación de inconstitucionalidad por supresión de la instancia inferior, agregó: “el actor sostiene que la ley 11.226 es también repugnante a la Constitución Nacional porque, suprimiendo la primera instancia judicial, crea una jurisdicción de excepción contraria al principio del artículo 18 constitucional”. “Tampoco es real ese supuesto agravio. Aparte de que ninguno de los preceptos de la Constitución hace imperativa la existencia de la instancia múltiple, no se percibe que se vulneren las garantías consagradas en los artículos 16 y 19, con el procedimiento establecido por la ley 11.226. Y no es superfluo recordar que ese procedimiento no es novedoso en nuestra legislación, pues las leyes 11.575 y 11.110, han instituido también el recurso de apelación directa ante la Cámara Federal, o ante el juez civil en turno, y su constitucionalidad ha sido plenamente reconocida” (171: 366).
Esta doctrina fue repetida por el Tribunal a propósito de las facultades jurisdiccionales conferidas a organismos administrativos: en materia de leyes obreras (198: 79; 187: 79; 195:50; 191:327); en asuntos impositivos (198:142y 310; 193:404); respecto de multas por agio (201:428; 207;90; y 165); con relación a la Cámara de Alquileres (201: 492); sobre multas municipales (193:408; 202: 524).

VIII) Inviolabilidad de la defensa en juicio.- Y, por último, afirma también el representante del interdicto, que se violó esta garantía constitucional en cuanto se ha invertido el onus probandi y se prohíbe la prueba testimonial.
La muy abundante y reiterada jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia ha dicho que esta garantía implica que el litigante debe ser oído y encontrarse en condiciones de ejercitar sus derechos en la forma y con las solemnidades fijadas por las leyes de procedimientos (121: 285; 134: 368; 165: 290; 180; 148; y 381; 183: 68; 193: 408; 185: 242; etcétera).
El decreto ley 50148/55, se ha limitado a establecer una presunción juris tantum respecto de la ilegitimidad de los enriquecimientos de los interdictos y al así hacerlo ha procedido en forma sin duda razonable, ya que resultan sorprendentes y poco comprensibles esos aumentos patrimoniales tan desproporcionados y parece más lógico suponer que algún factor extraño haya gravitado para ello, toda vez que por los medios honestos y normales es punto menos que imposible llegar a semejantes resultados.
Además, la norma legal no ha dicho que tales enriquecimientos sean ilegítimos, sin dar oportunidad al implicado para demostrar lo contrario, sino que le abre las puertas de la vía jurisdiccional para que así lo haga. Y la Corte ha manifestado que no puede decirse desconocido el derecho consagrado por el artículo 18 de la Constitución cuando el recurrente ha oído y ha podido ejercitar sus medios de defensa (121: 399; 123: 253; 137: 255; 138: 188; 138: 395; 149: 272; etcétera).
En cuanto a la proscripción de la prueba testimonial, el recurrente persigue una declaración teórica, ya que no intentó valerse de tal medio probatorio, y, por ello, el tribunal no puede considerar esa defensa. Lo mismo cabe concluir respecto a la impugnación por el hecho de que los bienes de los interdictos que no se hayan presentado en término a formular sus reclamaciones, pasan a poder del Estado, toda vez que el recurrente se presentó y dedujo todas sus defensas.

IX) En virtud de las consideraciones que dejo expuestas, doy mi voto en el mismo sentido que lo ha hecho el doctor Beccar Varela y considero que el tribunal debe pronunciarse en la forma que el mismo aconseja adhiriendo a las razones en que funda la decisión respecto al pedido de nulidad de lo actuado, a las condecoraciones otorgadas por gobiernos extranjeros, a los bienes secuestrados a Nélida Haydée Rivas, a la indisponibilidad de los adquiridos con anterioridad al 4 de junio de 1943 y al pase de los antecedentes a la justicia en lo penal, punto 9, de su voto.


El doctor Gabrielli dijo:

Adhiero a los votos de los doctores Beccar Varela y Heredia, a cuyos fundamentos agrego:
La responsabilidad de los funcionarios del Estado constituye uno de los principios fundamentales del régimen republicano de gobierno. No escapa a esa responsabilidad el propio presidente de la República. Que con ser el funcionario de más jerarquía, no por eso deja de estar sometido como cualquier ciudadano al imperio de las leyes de la Nación. La única diferencia que existe, derivada del poder que representa, es que, para ser llevado ante los tribunales ordinarios, previamente debe ser juzgado en juicio político, respecto a su responsabilidad, que puede originarse en tres causas generales: mal desempeño de su cargo, delito en ejercicio de sus funciones y crímenes comunes.
Con el juicio político se persigue solamente su separación del cargo cuando forma de “protección de los intereses públicos contra el peligro u ofensa por el abuso del poder oficial, descuido del deber o conducta incompatible con la dignidad del cargo” (Von Holst, Derecho Constitucional, citado por J. V. González en Manual de la Constitución Argentina, 1897, página 584).
Se ha dicho que acusar a un presidente antes de la expiración de sus poderes es posible de hecho y de derecho; pero importa una violenta crisis casi tan grande como una revolución, a la cual no se recurrirá sino sólo en último extremo… (Esmein, Droit constitutionnel, 1921, I, página 142).
Precisamente, esta última es la situación frente a la cual se encuentra el juzgador al entrar a hacer el examen de esta causa, que versa sobre la legitimidad del origen de los bienes del ex presidente Juan D. Perón. El derrocamiento de su gobierno por la revolución del 16 de septiembre de 1955 determinó de las autoridades surgidas de ese movimiento el ejercicio de poderes de facto para asegurar la continuidad del Estado. En esa forma el gobierno provisional asumió las funciones administrativas y legislativas, invocando para ello razones de interés público compatibles con la Constitución Nacional.
La imposibilidad de hecho de volver a las condiciones institucionales regulares, impone juzgar el caso sometido a decisión de acuerdo con la situación creada. Respecto, pues, a la exigencia constitucional del juicio político como procedimiento dirigido a revocar el mandato que el pueblo le confirió al presidente (primer mandatario), bien puede decirse que, en sus efectos, se trata de una etapa cumplida. Tal es la realidad y de ella no puede prescindirse.

II.- En virtud del decreto 42, del 25 de septiembre de 1955, el presidente provisional de la Nación asumió las facultades legislativas del Congreso –que había sido disuelto por decreto anterior- y las particularidades de cada una de las Cámaras que lo forman. Significó esto en los hechos el ejercicio de poderes plenos –que dentro de nuestra historia institucional cuenta con el reconocimiento de la Corte Suprema en 1865 (Fallos 2: 127) y en 1947 (Fallos 208: 225)- en cuanto fueren necesarios para gobernar y sin que la determinación de esa necesidad pudiera ser judicialmente revisada.
En ejercicio de estas facultades y como un medio destinado a efectivizar el principio de la responsabilidad de los funcionarios y empleados públicos y de terceros en sus relaciones con la administración, el gobierno nacional dictó el decreto ley 5.148/55 con el propósito de establecer el origen lícito o ilícito de los bienes de unos y otros, adquiridos con posterioridad al 4 de junio de 1943.
Varios proyectos sobre enriquecimiento ilícito de funcionarios públicos se han conocido en nuestro país, pero ninguno de ellos llegó a concretarse en la legislación. Por las semejanzas que en muchos aspectos tiene con el decreto ley 5.148/55, pueden mensionarse los proyectos de ley presentados en la Cámara de Diputados el 16 de septiembre de 1936 y el 7 de junio de 1938. En ellos se establecía un contralor en el patrimonio de los funcionarios públicos sobre la base de declaraciones juradas, determinándose la obligación que tenían de probar el origen lícito de los recursos con los cuales adquirían bienes, cualquiera fuera la naturaleza de estos.
El antecedente más próximo, es el decreto 7.943, del 4 de mayo de 1953, dictado –según expresa- “para salvaguardar y afianzar la moral administrativa”, pero que fuera de crear un registro de declaraciones patrimoniales del personal de la administración pública, no contiene ninguna previsión respecto de los bienes obtenidos ilícitamente.
Entre los antecedentes extranjeros debe citarse en particular la legislación italiana posterior a la caída del régimen fascista, que evidentemente constituye una de las fuentes del decreto ley 5.148/55. Casi siempre los sistemas de contralor del patrimonio de ese tipo han comenzado por ser medidas de emergencia impuestas por los Estados por razones de interés público, de moral administrativa. Luego han tomado forma regular.
En algunos países existe la llamada acción popular, que es un medio jurisdiccional que funciona ante la violación de una norma de derecho, por la cual el patrimonio del Estado sufra algún menoscabo o los funcionarios o allegados se enriquezcan ilícitamente. La acción popular no está determinada exclusivamente por la lesión de un derecho subjetivo de quien la ejercita sino fundamentalmente por la existencia de un acto contrario al interés general que implica una inmoralidad en el orden administrativo. Acciones de este tipo eran ya conocidas en Roma; mediante ellas se ponía en movimiento a la justicia en defensa de un interés general en el cumplimiento de la ley, relacionado con la seguridad pública, el patrimonio del Estado y la moral administrativa. (Bielsa, La acción popular y la facultad discrecional administrativa, en “La Ley”, tomo 73, página 711. C. Maynz, Curso de derecho romano, tomo I, páginas 126 y 204).
En cierto sentido, el decreto ley 50148/55 puede considerarse un retorno a la vieja institución hispana conocida por juicio de residencia, que se seguía contra las autoridades una vez terminada la función pública. Como se sabe, con él se perseguía el enriquecimiento ilícito, la protección de los súbditos y, a la vez, la apreciación en general de la honestidad y capacidad de los funcionarios. “Los autos en que se conservan las actuaciones llevadas a cabo en cumplimiento de estas medidas de fiscalización constituyen balances minuciosos que reflejan el nivel moral y político de los funcionarios de las indias. A través de varias residencias por las que pasaba normalmente toda persona con cargos oficiales, podían seguirse como en un cuadro clínico los altibajos de una carrera, las tentaciones a las que había sucumbido, sus defectos y también sus virtudes.” (José María Mariluz Urquijo, Ensayo sobre juicios de residencias indianos, Sevilla, 1952.)
Los Juicios de residencia, legislados por las Partidas de Alfonso el Sabio, fueron remozados en el año 1500 por los Reyes Católicos, y aplicados un año después en las Indias al encargarle a Nicolás de Ovando la residencia de Francisco de Bobadilla. Una real cédula expedida en las postrimerías del dominio español en América le introdujo algunas reformas. En los albores de la Independencia esta real cédula constituía el principal estatuto sobre el cual se juzgaba la actuación de los gobernantes.
Después de la revolución de 1810 –el 23 de enero de 1812- se dictó el Reglamento de Institución y Administración de Justicia del Gobierno Superior Provisional de las provincias Unidas del Rio de la Plata, cuyo artículo 51 preceptuaba que todo ciudadano que llegara “a tener administración pública de cualquier especie estará sujeto a juicio de residencia”.
En la Asamblea Constituyente de 1813 se justificó la residencia de los funcionarios públicos por el principio de soberanía popular, motivo por el cual los juicios y demás causas fueron del privativo conocimiento de la Asamblea Constituyente. El 27 de mayo de ese año se dictó el reglamento pertinente que fue abolido en 1815 y luego restituido en 1816, siendo elevado definitivamente al Congreso de Tucumán. Luego, en 1819, la primera Constitución de las Provincias Unidas lo instituyó en la forma que pasó a las Constituciones de 1826 y 1853, es decir, como juicio político, evidentemente, con otro alcance.

III.- Los antecedentes expuestos revelan que en toda época han constituido una preocupación de los pueblos el evitar y reprimir actos contrarios a la moral administrativa realizados por funcionarios inescrupulosos en beneficio personal o de terceros.
Esa misma preocupación se evidencia a través de los fundamentos del decreto ley 5.148/55 que persigue como finalidad esencial “la responsabilidad de los funcionarios y empleados públicos cuyo enriquecimiento injustificado, así como el de sus cómplices, es conducta reprochable, desdorosa y prohibida…”
Tendiente a lograr ese propósito, el decreto ley mencionado crea un organismo que denomina Junta Nacional de Recuperación Patrimonial al cual le atribuye funciones jurisdiccionales para decidir sobre la legitimidad de los bienes sometidos a investigación; establece también las reglas a las que debe ajustarse el procedimiento, los plazos para cumplir los actos procesales, la carga de la prueba –que se impone al investigado-, los medios de prueba –de los que se excluyen los testigos- y por último el recurso ante la justicia. Determina igualmente que hasta tanto se dicte la resolución definitiva los bienes de las personas alcanzadas por el decreto ley quedan interdictos.

IV.- Comprendidos entre esos bienes los del ex presidente Juan D. Perón (artículo 14 del decreto ley), su representante letrado –no obstante ajustarse a las exigencias establecidas tendientes a demostrar el origen de los mismos- impugna dicho régimen legal por considerarlo incompatible con la Constitución Nacional. En ese sentido, formula tres especies de objeciones: 1) porque crea una comisión especial con atribuciones jurisdiccionales, propias de la justicia; 2) porque restringe el derecho de defensa en juicio; 3) porque afecta derechos adquiridos al amparo de leyes anteriores.
1º -Antes de entrar a estudiar la primera de las objeciones formuladas conviene dejar debidamente caracterizada la naturaleza jurídica de la Junta Nacional de Recuperación Patrimonial y de la Materia propia en que interviene.

a En realidad, se trata de un órgano administrativo al cual se le han atribuido funciones jurisdiccionales que, como se sabe, son distintas de las públicamente administrativas. No puede considerárselo como un tribunal administrativo, pues organismos de ese tipo no tienen entre nosotros fundamento constitucional. Podrá decirse que las funciones que cumple son en cierto sentido iguales a las de un “tribunal”; sin embargo, no es así. El hecho de hallarse colocada la Junta dentro del cuadro de las autoridades administrativas, la priva de uno de los atributos inherentes a todo tribunal de justicia: su independencia funcional. Como señala Bielsa acertadamente: “Lo único que define y caracteriza al Poder Judicial es su función, la índole jurídica de su potestad en el orden institucional, en el juego de regular de los poderes”. (Las funciones jurisdiccionales especiales, en La Ley, tomo 75, página 810). Las funciones jurisdiccionales atribuidas a la Junta se hallan, así, dentro de la órbita administrativa.
¿Organismos de ese tipo, en la competencia señalada, son constitucionalmente válidos? Tanto la jurisprudencia norteamericana como la argentina han reconocido su existencia cuando son indispensables a la realización del gobierno Fallos: 190:142; 212:587).
Se sostiene por los tribunales norteamericanos que dentro de la estructura y exigencias del Estado contemporáneo la doctrina clásica del derecho público ha sufrido limitaciones importantes derivadas del desarrollo alcanzado por la administración y la real distribución de funciones en las tareas de gobierno. La generalización de las comissions y agencies con funciones jurisdiccionales, no ha privado sin embargo al Poder Judicial de pronunciarse en cada caso en dos formas: Levando el contralor judicial a actos jurisdiccionales de la administración o bien reconociendo que determinada categoría de derechos compelen exclusivamente a la esfera judicial. En el primer caso, se supone que el procedimiento de los órganos jurisdiccionales de la administración debe estructurarse en forma que responda al principio del “debido proceso” (due process of law), o sea el respeto de garantías procesales suficientes (audiencia y prueba). (Reginald Parker, Separation of powers revisited – Its meaning to administrative law; en “Michigan Law Review, Ann Arbor”, volumen 49, Nº 7, mayo 1951, página 1009.)
Debe reconocerse, sin embargo, que no obstante la tendencia en el país del Norte de ampliar cada vez más el campo de actuación de la administración a expensas del conocimiento directo del poder Judicial, su jurisprudencia ha negado facultades a los órganos administrativos para resolver en forma definitiva sin el control judicial, en materia de derechos subjetivos y garantías constitucionales, cuando están en juego la libertad y el patriotismo de las personas (Parker, op. cit.).
Nuestra jurisprudencia sigue una orientación semejante. En efecto, la Corte suprema de Justicia ha declarado que “la concesión de facultades jurisdiccionales a funcionarios u organismos administrativos es lícita, cuando de esta manera se trata de amparar derechos cuya tutela es de interés público” (Fallos: 187: 79; 193: 408). Ampliando más el concepto, la misma Corte encuentra admisible en muchos casos que las características de las funciones que la administración cumple y en razón de la naturaleza pública de los intereses cuya tutela se persigue, sean juzgados por funcionarios u órganos administrativos con formalidades especiales (Fallos, 157:286), siempre que se deje expedita la instancia judicial (Fallos, 177: 194; 198: 142; 201: 428) y se respeten las garantías y derechos que consagra la Constitución Nacional y, en particular, la de la inviolabilidad de la defensa en juicio (Fallos, 198: 78; 207: 293; 209: 28). El esfuerzo constitutivo de la Corte Suprema, respecto a la validez constitucional de la jurisdicción administrativa, se lo ha resumido en estos términos: “a) que no se prive a los jueces de la decisión en las causas de derecho común que tradicionalmente les corresponde, ni substraiga a su conocimiento otros supuestos que aquellos en que una clara razón de conveniencia pública lo haga necesario; b) que se arbitre un procedimiento que otorgue a los interesados adecuada audiencia y oportunidad suficiente de prueba; c) que se conceda contra la resolución final administrativa de cierta gravedad un recurso para ante los tribunales de justicia” (Esteban Imaz, La jurisdicción administrativa independiente y la Corte Suprema, en Boletín del Instituto de Enseñanza Práctica de la Facultad de Derecho de Buenos Aires, tomo 8, Nº 36, página 55).

b La materia que compete a la Junta Nacional de Recuperación Patrimonial es de interés público y no privado. Su naturaleza es extrapenal, porque el régimen que la conforma no ha sido dictado para juzgar sobre la vida y la libertad de los ciudadanos sino exclusivamente sobre la legitimidad de los bienes de ex funcionarios públicos y terceros que, sin serlo, pudieron favorecerse con determinadas medidas administrativas.
Tampoco es de naturaleza civil. La intervención de la Junta en los supuestos previstos por el decreto 5.148/55 no se funda en la existencia de un daño cierto en el patrimonio del Estado causado por un acto ilícito, que dé lugar a una reparación. La lesión o daño de que se trata es de un interés público por la ofensa a valores ético jurídicos concretados en lo que la comunidad estatal estima antijurídico. Estos valores se hallan particularmente referidos en el caso a razones de moral administrativa y austeridad republicana, que imponen en los individuos determinado comportamiento.
La sola mención de que el régimen legal que se analiza persigue una finalidad de interés público y que su alcance es determinar –con las consecuencias que ello comporta- el origen lícito o ilícito del patrimonio de ex funcionarios del gobierno y de otras personas que contrajeron una vinculación especial con la administración, está señalado el ámbito a que pertenece, que no es otro que del derecho administrativo.
Dentro de ese orden, la función de contralor que el Estado cumple, explica la razón de ser del decreto 5.148/55 y las atribuciones acordadas por él a la Junta Nacional de Recuperación Patrimonial. La indagación sobre la legitimidad del patrimonio de los ex funcionarios públicos la realiza este organismo en consideración a tal carácter; en lo que atañe al de terceros, se funda en la relación jurídica creada entre ellos y la administración a través de actos cumplidos por esta actuando como persona de derecho público o de derecho privado. La naturaleza de esos actos, de la cual derivan derechos y obligaciones, explica la intervención del Estado por uno de sus órganos representativos de la esfera donde aquellos se han gestado, no obstante el carácter patrimonial de sus efectos –propio del derecho privado- limitado en esos casos por la causa expresada.
Lo dicho sobre la naturaleza administrativa de la materia que compete a la Junta Nacional de Recuperación Patrimonial, no significa que el derecho penal y el derecho civil permanezcan ajenos a muchas de las situaciones jurídicas que puedan presentarse. El primero, por la vinculación que crea la autoridad de la sentencia en el juicio criminal cuando se trata del mismo hecho generador de una y otra acción. Y el segundo, porque muchos de los actos dan origen a la aplicación del decreto 50148/55 tiene su fuente en negocios privados –aunque con la intervención del Estado- y también porque existen principios contenidos en el Código Civil, como los artículos 953 y sus concordantes (18, 21, 530, 1167, etcétera), en cuanto declaran la nulidad de actos jurídicos que tienen un objeto ilícito, contrario a las buenas costumbres o prohibido por las leyes, que por su generalidad tienen un fin común y se apoyan recíprocamente.
Relacionando lo expuesto con la primera de las objeciones que se hace al decreto ley 5.148/55, se concluye que la naturaleza jurídica de la Junta por él creada y la índole de la materia que es de su competencia, así como también el contralor judicial que sobre sus decisiones definitivas tiene la justicia por medio del recurso que autoriza al artículo 5º, permite afirmar que, bajo ningún concepto, puede ser equiparada a una “comisión especial” de las que la constitución rechaza.
Las resoluciones definitivas que la Junta se halla facultada a decidir, solo pueden considerarse como tales con relación al propio organismo, como ocurre, por ejemplo, con las decisiones jurisdiccionales de muchas de las juntas reguladoras de la economía. Eso no quiere decir, sin embargo, que sean irreversibles por el Poder Judicial; si así fuera, evidentemente, se estaría en presencia de normas inconstitucionales y podría decirse con razón que las facultades acordadas para dictar resoluciones con ese alcance serían contrarias a la norma constitucional que prohíbe al presidente de la República y consiguientemente a sus órganos administrativos, “ejercer funciones judiciales”. El contralor jurisdiccional que cumple el Poder Judicial es lo que da certeza a los derechos y garantías de los habitantes consagrados por la Constitución Nacional.

2º -Corresponde tratar ahora lo relativo a la violación de la garantía de defensa en juicio que se la vincula con la inversión de la carga de la prueba que –según se expresa- establecería el decreto ley 5.148/55. Este determina en el artículo 3º que las personas por él alcanzadas podrán justificar el dominio o propiedad de sus bienes y suministrar la prueba necesaria tendiente a acreditar que todo aumento patrimonial producido con posterioridad al 4 de junio de 1943 proviene de alguno o algunos de los medios lícitos –y podría agregarse normales, dentro de nuestro orden jurídico- que enumera.
Surge de lo expuesto que el decreto ley no establece ninguna presunción de ilicitud en orden a los bienes –como si se tratase de una presunción juris tantum- capaz de determinar la inversión en la carga de la prueba. Si el objeto en general que se reconoce a la prueba es la demostración de la verdad de un hecho del cual depende la existencia de un derecho, bien puede decirse que el decreto ley no persigue otra cosa que esa justificación.
Solo después de haberse producida la prueba sobre le origen de los bienes, del contraste que se realice entre aquella y las causas lícitas de aumentos patrimoniales expresadas por el artículo 3º, surgirá el juicio de legitimidad. No debe confundirse, por eso, la declaración de interdicción del patrimonio con una presunción ab initio de ilicitud que determinaría la inversión de la carga de la prueba. La interdicción es una medida cautelar que no tiene efectos in personan sino in rem. Su alcance es meramente provisional, pero puede transformarse en definitivo. No afecta en realidad la capacidad de la persona, apartándola de su vida civil, sino a la universalidad de su patrimonio, hasta tanto se establezca su legitimidad. En este sentido, funciona también por vía de presunción y coerción sobre la persona alcanzada por el decreto ley.
Descartando, pues, la existencia de una presunción o algo semejante que de lugar a la inversión de la carga de la prueba, del onus probandi, no queda otra cosa del aspecto que se está tratando de este régimen legal que la existencia de una obligación impuesta por el Estado –en ejercicio de atribuciones que le son propias- por la cual determinadas personas (ex funcionarios públicos y terceros vinculados jurídicamente a la administración) deben demostrar que el aumento de sus patrimonios proviene de alguna de las causas que menciona el decreto ley. Si renuncian a la tutela de sus propios intereses o con la prueba no logran la finalidad perseguida, necesariamente el Estado hace actuar la voluntad de la ley.
¿Puede sostenerse que con medidas de la naturaleza que examinamos se afecta algún derecho o garantía constitucional? La respuesta negativa no parece dudosa. Tanto el ex funcionario público como el particular que mantuvo relaciones jurídicas con la administración se encuentran colocados en una situación distinta a la de otras personas que no estuvieron vinculadas a aquella en la forma que el decreto ley contempla. De ahí que el Estado al adoptar medidas como la cuestionada lo ha hecho dentro de la esfera de sus atribuciones, movido por una razón superior de interés público y de moralidad administrativa que a nadie haya formado, lícitamente su patrimonio puede afectar.

3º -Sostiene el recurrente, por último, que el decreto ley 5.148/55, al establecer una nueva calificación legal, autorizando a declarar nulo lo que era válido e ilícito lo lícito, arrebata derechos adquiridos al amparo de leyes anteriores, afectando en esa forma expresas garantías constitucionales.
La elucidación de este punto llevaría necesariamente a considerar aspectos del régimen legal cuestionado, como ser los relativos a la naturaleza del mismo, la esfera de su aplicación, etcétera, que han sido tratados con anterioridad. Por sobre todo ello, interesa destacar una vez más el propósito de bien público, de moral administrativa que inspira a dicho decreto ley, como premisa fundamental para juzgarlo en sus efectos con relación al pasado.
En primer lugar, debe señalarse que el decreto ley no introduce una nueva calificación sobre la eficacia de los títulos de adquisición de los bienes que integran el patrimonio –como se afirma- sino que solamente ha agrupado los distintos medios existentes en la ley civil con un alcance valorativo de los acrecentamientos que se hubieran producido.
En segundo lugar, no cabe indicar ni la seguridad jurídica, ni la existencia de derechos adquiridos, cuando se trata de bienes de origen ilícito obtenidos en violación de preceptos legales y morales, referidos estos últimos a la conducta que deben observar los funcionarios públicos y los terceros en relación con la administración. Por el contrario, el decreto ley respeta todas las situaciones jurídicas creadas bajo el amparo de la Constitución y de las leyes, en tanto y en cuanto no ofrezcan las características antes señaladas, que le restan toda eficacia.
La Corte Suprema de Justicia ha declarado reiteradamente que la facultad de dictar leyes con efecto retroactivo, sufre dos limitaciones. Una en materia penal, en que por virtud del artículo 18 de la Constitución Nacional no son admisibles las leyes ex post facto (Fallos 156: 48; 184: 620; 197: 569). Y otra fundada en el artículo 17 de la Constitución y en la garantía de inviolabilidad de la propiedad que el mismo consagra, de acuerdo con el cual las leyes de ese tipo son inválidas en cuanto menoscaban derechos adquiridos al amparo de la legislación anterior (Fallos, 180: 16; 188: 293; 199: 466).
La misma Corte ha añadido que la norma contenida en el artículo 3º del Código Civil, que niega efecto retroactivo a las leyes, rige para los derechos privados y carece de imperio para los actos y derechos de carácter administrativo (Fallos, 202: 5), no existiendo tampoco derechos adquiridos respecto a procedimientos (Fallos, 215: 467).
En otro orden de cosas, la aplicación retroactiva de las normas del decreto ley no es contraria tampoco a la Constitución si se consideran las razones excepcionales de interés público que han determinado su sanción. Ello justifica los medios arbitrados, que sin ser contrarios al orden legal, quizá en otras circunstancias no habría habido necesidad de recurrir a ello. “Las condiciones extraordinarias –ha dicho la suprema corte de Estados Unidos- pueden exigir remedios extraordinarios. Pero necesariamente el argumento se detiene bruscamente ante un intento de acción justificada, que se halla fuera de la esfera de la autoridad constitucional” (A. L. A. Schechter Poul-try Corp. V. United States, 295 U. S. 490). Nuestra Corte Suprema, por su parte, tiene expresado que “hay restricciones a la propiedad y a las actividades individuales, cuya legitimidad no puede discutirse en principio sino en extensión. Tales son las que se proponen asegurar el orden, la salud y la moralidad colectivas…” (Fallos, 136: 171).
La justificación jurídica de leyes dictadas en circunstancias excepcionales por las que puede atravesar un Estado, cualquiera sea el origen de éstas, en lo que atañe al derecho público positivo, se ha dado en los siguientes términos. “La Constitución, ante todo, y las leyes, protegen por declaraciones y garantías individuales y colectivas, los atributos de la personalidad, su libertad, su honor, su propiedad, su integridad física y moral. Pero el deber de asegurar el bienestar general, la seguridad colectiva, la salud y la moral públicas –todo lo que entra en el derecho de conservación- es deber especial del Estado. El peligro colectivo afecta la existencia misma de los elementos constitutivos del Estado, por ejemplo, de la población; por lo demás, es deber del Estado, asegurar también la integridad física y moral de los individuos, en si considerados, no ya en su conjunto; pero la acción del Estado como poder administrador, se dirige, en primer término a la colectividad y solo mediatamente mira el interés individual. Contra ese peligro, reacciona el Estado –es decir, sus órganos- aún a falta de normas que autoricen la reacción y sin necesidad de invocar subjetivos, sino como obra el individuo amenazado por un peligro en su persona o en sus bienes, si ese peligro es grave e inminente. Esa reacción no constituye un derecho orgánico, según dijimos, sino el ejercicio de una actitud de defensa a otra acción o situación cuyas consecuencias no podrían evitarse ni repararse de otro modo para volver las cosas al estado amenazado por la situación peligrosa” (Bielsa), El estado de necesidad con particular referencia al derecho constitucional y administrativo (Anuario del Instituto de Derecho Público, Rosario, tomo 3, mayo 1939, abril 1940, página 61).

IV.- Examinadas las objeciones fundamentales hechas al decreto ley 5.148/55, como los derechos y garantías establecidos en la Constitución, si bien pueden funcionar aisladamente en determinado caso, por lo general se relacionan entre sí, pues todos se dirigen al mismo objetivo, cual es la protección del individuo, no sólo en si mismo sino en los derechos que le son propios, se estima oportuno formular algunas consideraciones más para completar el estudio del mencionado decreto ley.
Las garantías enunciadas en los artículos 14 y 19 de la Constitución Nacional, no pueden justificar bajo ninguna forma actitudes negativas, ante la atribución acordada por el decreto ley 5.148/55 de investigar la legitimidad de los bienes, que autoricen a escudarse en el “poseo porque poseo”, o en fórmulas semejantes, desde el momento que privan razones superiores de interés público y de moral administrativa. No sólo por obra de la legislación sino también por el reconocimiento de la justicia se han admitido ciertas limitaciones a la libre determinación individual, fundadas en el orden público y en la moral y buenas costumbres. De ahí que en situaciones como las contempladas por el decreto ley 5.148/55 resulte inadmisible que el Estado se cruce de brazos frente a hechos que por su generalización afectan más seriamente la moral y el interés colectivo que las propias transgresiones comunes. La invocación de generosas cláusulas constitucionales no puede servir para encubrir situaciones injustas, reprobadas por la sociedad.
La Corte Suprema de Justicia, interpretando la Constitución de manera que sus limitaciones no lleguen a destruir ni trabar el eficaz ejercicio de los poderes atribuidos al Estado a efecto del cumplimiento de sus elevados fines del modo más beneficioso para la comunidad (fallos, 171: 88), ha reconocido de antiguo la facultad de aquel para intervenir por vía reglamentaria en el ejercicio de dichas actividades a efectos de restringirlo o encauzarlo en la medida que lo exijan la defensa y el afianzamiento de la salud, la moral y el orden público (Fallos, 3: 468; 11: 5; 136: 161; 195: 108). Respecto a ese poder reglamentario, dentro del cual tienen fácil cabida todas aquellas restricciones impuestas por los intereses generales y permanentes de la colectividad, sin otra valla que la del artículo 28 de la Constitución Nacional. (Fallos, 142: 68). La Corte Suprema ha dicho que nuestra Constitución no ha reconocido derechos absolutos de propiedad ni de libertad, sino limitados por las leyes reglamentarias de los mismos. La reglamentación legislativa no debe ser infundada o arbitraria sino razonable, es decir, justificada por los hechos y las circunstancias que le han dado origen y por la necesidad de salvaguardar el interés público comprometido, y proporcionada a los fines que se procura alcanzar con ella (Fallos, 117: 432; 118: 278; 172: 21). La razonabilidad aparece con frecuencia en la jurisprudencia de la Corte Suprema (Fallo, 199: 483).
Si se relacionan estos conceptos con los medios arbitrados por el decreto 5.148/55, fácilmente se advierte que guardan relación con los fines propuestos y son proporcionados a los intereses tutelados (criterio de razonabilidad). La intervención del Estado en la materia que tratamos, por su naturaleza –interés público, moralidad- y por lo razonable de los medios de que se vale para llegar a la formación del juicio de valor sobre la legitimidad de los bienes con relación al orden jurídico, no vulnera, en consecuencia, ninguna garantía constitucional.

V.- Dentro de los distintos planos en que se articula el orden jurídico se conminan sanciones de diversos tipos para los casos de inobservancia de las normas prescriptas por las leyes. La Constitución como supuesto legal básico contiene, por excepción, normas de esa naturaleza; en ella se encuentran, si, los preceptos que regulan la creación de normas jurídicas generales que en el plano inferior son las que específicamente contienen las sanciones.
Todo comportamiento comprendido dentro de un orden positivo se halla sujeto a menudo a condiciones y limitaciones, cuya inobservancia trae aparejada de ordinario una sanción que puede consistir en el castigo del transgresor, en la reparación del daño causado y en la nulidad o ineficacia del acto realizado. Esta última categoría de sanciones se halla determinada por el contenido o fin del acto contrario a la ley por ser violatorio de una norma prohibitiva del orden público o de la moral y las buenas costumbres. En derecho privado existen numerosos preceptos que en forma expresa o implícita niegan todo valor a los actos prohibidos por las leyes. El artículo 18 del Código Civil establece: “Los actos prohibidos por las leyes son de ningún valor, si la ley no designa otro efecto para el caso de contravención.” En derecho público se encuentran también con mucha frecuencia normas prohibitivas.
Nuestra Constitución Nacional contiene una disposición de este tipo en la segunda parte del artículo 79 (actual artículo 92 reforma de 1994) cuando al referirse al presidente y vicepresidente de la Nación establece que durante el tiempo de sus funciones “no podrá ejercer otro empleo ni recibir ningún otro emolumento de la Nación ni de provincia alguna”.
Uno de los intérpretes más calificados de la Constitución –Joaquín V. González- comentando la prohibición impuesta por esta cláusula, dice: “Para comprender esta sabia disposición es necesario tener en cuenta que el Poder Ejecutivo, bajo nuestro sistema de gobierno, es supremo administrador, árbitro en muchos casos de los intereses de las provincias y los particulares, cuyas gestiones resuelve como juez administrativo, y respecto de los cuales debe ejercer poderes coercitivos y tutelares, y la dependencia que imponen las dádivas es incompatible con la rectitud e imparcialidad en el ejercicio de tales poderes. En el término “la Nación” deben comprenderse pues, no solo los poderes públicos o los departamentos, o personas de gobierno sino cada uno de los individuos del pueblo. Un tirano o un gobernante sin honradez, puede por el temor o la astucia seducir la voluntad de los legisladores y obtener de ellos concesiones de bienes, dispensas de obligaciones, donativos en forma más o menos simulada; pero, para colocarlos dentro del sentido del texto, debemos establecer que él prohíbe toda clase de emolumentos de cualquier procedencia que no sea el de un derecho privado, ajeno a toda relación con el empleo público, y con arreglo a las leyes generales y permanentes del país; y para evitar confusas interpretaciones, debe partirse del principio de que los funcionarios del Poder Ejecutivo son nombrados y remunerados en el concepto de que todos sus servicios son para la Nación, y que solo ella, por medio de sus representantes, puede juzgarlo. Las prohibiciones del artículo 79 (actual artículo 92 reforma de 1994) deben relacionarse con esta cláusula, porque la confirman y explican su sentido histórico.” (Manual de la Constitución Argentina, 1897, página 567, Nº 530).
La parte comentada del artículo 79 (actual artículo 92 reforma de 1994) impone una limitación virtual en el ejercicio de la función pública: la prohibición al presidente y vicepresidente de recibir ningún otro emolumento, fuera del sueldo asignado. La circunstancia de que esa norma no contenga en sí misma una sanción –lex plus quam perfecta- no le quita por eso eficacia. En todo género de normas jurídicas lo característico es, en realidad, la coercibilidad que –como dice Del Vecchio, Filosofía del Derecho, 1942, página 311- es la posibilidad lógica y jurídica de la sanción. La mera fijación de una prohibición como la que nos ocupa es apta, sin embargo, para producir efectos jurídicos; éstos pueden ser de orden penal, civil y administrativo.
En el campo del derecho penal, el artículo 250 del Código Penal sanciona con inhabilitación absoluta de uno a seis años al funcionario público que admite dádivas que le fueron presentadas en consideración a su oficio, mientras permanezca en el ejercicio del cargo. En la exposición de motivos del proyecto de reformas al Código Penal de 1891, respecto a esta disposición se decía: “En un país republicano, con más razón que cualquier otro país civilizado, los funcionarios públicos deben estar cubierto de toda sospecha de inmoralidad y, para ello, la ley penal debe reprimir los hechos que tiendan a arrojar esa clase de sospechas, como los regalos que la amistad particular no justifica y que son, por decirlo así, la forma más refinada del cohecho” (páginas 234/235).
En general, se ha criticado el actual artículo 259 por su benignidad, porque –se dice- confunde la inescrupulosidad con el delito, la sanción administrativa -inhabilitación- con la sanción penal. “Es el seudo cohecho –así lo califica Peco- previsto por el artículo 259 puede haber un lazo tendido por el cálculo humano para atraerse la benevolencia del funcionario público cuya imprudente o indiferente conducta podría denotar a lo sumo más desaprensión que inclinación delictuosa.” (Imperfecciones técnicas en el delito de cohecho, en “La Ley”, tomo 71, página 840.)
En la misma exposición de motivos referida se sostiene también que ese caso “se asemeja a los demás de cohecho, en que el delincuente se propone corromper la conducta del funcionario predisponiéndolo a su favor, y se distingue en que no aparece manifiesto el propósito de obtener inmediatamente un acto ilícito de parte del funcionario”.
No cabe duda que la norma que se examina persigue como objeto fundamental velar por la dignidad de la función pública. Si se relaciona este precepto con el artículo 79 (actual artículo 92 reforma de 1994) de la Constitución, según interpretación señalada, se encuentra entre uno y otro una perfecta coherencia.
La norma básica constitucional prohíbe en el caso al presidente y vicepresidente de la República “recibir ningún otro emolumento…” fuera del sueldo. En esos términos no se hace ninguna distinción de que lo que está vedado recibir sea dinero, dádiva o cualquier otro gaje “para hacer o dejar de hacer algo relativo a sus funciones”, como dice, por ejemplo, el artículo 256 del Código Penal, sino que, en el supuesto del artículo 259, se pena el simple hecho del funcionario público que “admitiere dádivas presentadas en consideración a su oficio”, sin que medida represiva alguna alance a quienes las otorgan (Soler, Derecho penal argentino, tomo V, página 187; Gómez, Tratado de derecho penal, tomo V, página 517.)
En conclusión, esta forma de cohecho se configura más por la actitud del funcionario público que recibe las dádivas que por la de los que las otorgan; en aquel se manifiesta una predisposición a ello por la acogida que presta a actitudes de esa naturaleza; en cambio los que dan las dádivas –cuando estas se generalizan- lo hacen más por el temor que inspira la posesión del poder público que por otra cosa. Bien dice Orlando que la razón de las donaciones a los funcionarios públicos, siempre es el emtus pùblicae potestatis (Trattato di Diritio Amministrativo, tomo I, página 431).
Se ha dicho que la aplicación estricta del texto legal que comentamos podría llevar a situaciones injustas “en casos que no es fácil separar la gratitud del cálculo, la cortesía de la dádiva, la admiración del interés y en que el presente verdadero no se puede contrastar con la retribución eventual” (Peco op. cit.). Evidente, es cierto; ésa, como toda norma jurídica, no puede aplicarse mecánicamente sino examinando su espíritu, el interés que quiere tutelar y las circunstancias que caracterizan cada caso.
Terminando esta digresión sobre el artículo 259 del Código Penal, puesto que por la índole de este juicio, solo se vincula a él indirectamente, y retomando el examen del artículo 79 (actual artículo 92 reforma de 1994) de la Constitución Nacional, surge evidente que la prohibición que contiene se halla inspirada en razones de interés público, de moralidad administrativa. El funcionario que recibe dádivas o donaciones mancha el decoro de la autoridad que representa y ofende gravemente el prestigio de la administración, generando en el pueblo la convicción que para obtener justicia es necesario ungir en alguna forma sus manos. Razones históricas fáciles de columbrar explican la inclusión en nuestro texto constitucional de una norma como la comentada, que no figura en el modelo de que se valieron los constituyentes de 1853.
La norma prohibitiva preceptuada por el artículo 79 (actual artículo 92 reforma de 1994) cuando no halla acatamiento en los sometidos a su orden (presidente y vicepresidente) produce efectos penales –que ya hemos visto (artículo 259, Código Penal)- y civiles. Unos y otros se encuentran, a su vez, estrechamente relacionados (artículos 1.101 y 1.102, Código Civil).
La prohibición del artículo 79 (actual artículo 92 reforma de 1994) y la pena establecida por el artículo 259 para el caso de que el acto se realice, determinan de acuerdo con el artículo 18 del Código Civil la nulidad o ineficacia del acto realizado.
Ya se ha dicho que no es indispensable que una norma legal expresamente fulmine de nulidad al acto delictuoso, toda vez que su anti juridicidad, que ha sido el fundamento de la prohibición, lleva implícita su invalidez e ineficacia civil. El orden público, la moral y las buenas costumbres no estarían suficientemente tuteladas si solo se castigara la conducta del transgresor, permitiéndole en cambio, disponer y usar libremente del producto del hecho delictuoso. La nulidad –sanción civil- que así surge de esos actos, es absoluta y hasta puede ser pedida por el Ministerio Público “En el interés de la moral y de la ley” (artículo 1.047, Código Civil).
Lo mismo ocurre en el derecho administrativo. Los actos que llevan un vicio de ilegalidad, que han nacido en violación de una norma jurídica positiva, se consideran también actos sin valor y como tales pueden ser anulados; este efecto se produce con retroactividad a la fecha en que los actos se originaron (ex tunc).
Si la Junta Nacional de Recuperación Patrimonial se halla facultada para comprobar el origen lícito o ilícito de los bienes de funcionarios públicos y de terceros vinculados a la administración por actos de ésta, las funciones que así cumple la llevan necesariamente a valorar los actos jurídicos realizados dentro de ese ámbito, lo que significa pronunciarse originariamente sobre la anulabilidad de los mismos.
Aparte de la atribución señalada, de ella deriva, a su vez, otra que también compete a la Junta; la de representar la potestad del Estado de hacer valer la pretensión a los bienes declarados nulos por ilegitimidad de su origen. Esa pretensión tiene pues, un sentido peculiar y propio que la da fundamento y que no puede ser confundido con la simple confiscación, reprobada por la Constitución Nacional.

VI.- Al asumir la primera magistratura en 1946, el ex presidente formuló una declaración jurada de sus bienes, que luego hizo pública el 3 de diciembre de 1949. Del acta labrada en esa oportunidad por el escribano general de gobierno se desprende que el patrimonio de aquel estaba integrado por una quinta con casa habitación en San Vicente, provincia de Buenos Aires; un automóvil Packard; efectos personales; bienes testamentarios indivisos; parte correspondiente a la testamentaria de su padre; una bóveda en esta capital y un terreno en el pueblo de Roque Pérez, provincia de Buenos Aires. Manifestó en esa oportunidad ser deudor del Banco Hipotecario Nacional por $ 50.000, con hipoteca sobre el inmueble de San Vicente.
Nueve años más tarde de formulada esa declaración, luego de depuesto el ex presidente, se pudo comprobar que, con haber obtenido en concepto de sueldos y gastos de representación mientras estuvo en el poder la suma de $ 818.280 m/n., había incrementado, en cambio, su patrimonio en muchos millones de pesos. Poseía una finca y dos casas de departamentos, en esta Capital; en su quinta en San Vicente se habían realizado mejoras considerables; tenía valores mobiliarios por varios millones; y cientos de alhajas y objetos suntuarios también valiosísimos, aparte de diecinueve automóviles e infinidad de motocicletas y motonetas, todo lo cual sería largo enumerar. La mayor parte de ese extraordinario aumento patrimonial –según lo reconoce su propio representante letrado- fue el producto de donaciones y obsequios, recibidos personalmente o a través de su esposa; solo en una mínima parte tuvo otro origen (herencia materna).

VII.- Desde que la humanidad existe, desde que de ella tenemos conocimiento por la historia, ciertas palabras, como deber, justicia, honradez, honestidad y muchas otras que llevan en si la idea del bien tienen para ella un solo significado: lo que se estima como más puro, la aspiración superior de nuestros pensamientos y la regla de las acciones. Este principio, que no ha nacido de ninguna convención humana y que precede a todas las leyes –muchas de las cuales lo consagran-, emana de lo más íntimo de la conciencia de ese “tribunal interior e inflexible que –al decir de Platón- reside en nosotros y que no deja sin castigo ningún crimen en la vida”.
También desde que la humanidad existe, conoce el interés, el egoísmo, el orgullo, la ambición, pero ninguno de ellos ha sido elevado al precepto; por el contrario, los condena cuando se presentan en contradicción con la idea del bien y del deber.
La historia está llena de ejemplos de acciones humanas movidas por estímulos de una y otra especie; pero si se buscan las que han merecido a través de los tiempos el respeto y la admiración de los pueblos, se verá que fueron aquellas generosas y justas, apartadas de pasiones e intereses subalternos. El nombre de quienes las realizaron siempre se lo encuentra asociado con nobles expresiones: abnegación, patriotismo, sacrificio.
La organización social supone el mutuo concurso de los individuos, de manera que, al cumplir cada uno de la parte que su destino le confía, no lo hace únicamente llevado por su interés personal, sino por el bien general de la comunidad.
Con mayor rigor, los que tiene la misión de gobernar hállanse obligados a encaminar sus funciones en miras al interés y al bien general del Estado y no al interés personal, ni al de una clase o partido. Bien se ha dicho que los que llegan a la función pública han de saber que no se les elevó para que satisficiesen su orgullo y menos aún para que ensancharan su fortuna; ocupan esos puestos de confianza a fin de que defiendan el honor, la independencia, la libertad, la propiedad, el orden, sin el cual la existencia misma de la sociedad es imposible.
Los individuos en la función pública se hallan sometidos no sólo a las normas positivas que regulan su ejercicio, sino a los principios absolutos de la moral y a la inmutable disciplina del deber.
Particularmente, dentro de las formas republicanas de gobierno, la misma libertad les hace responsables de sus actos por lo que pueden discernir entre la observancia de las leyes y los preceptos morales, por una parte, y los conceptos del interés y la seducción del poder, por la otra. Si la inclinación es por esto último, fácil es concluir que la conciencia moral que ilumina el deber ha estado obscurecida, como anegada en lo más profundo del alma, por pasiones e intereses.
La autoridad se debe honrar con la sumisión a la ley, realizada con el respeto y el sentimiento del deber. Para los funcionarios estatales el ejercicio del poder público no puede ser motivo de ventajas personales ni fuente de lucro.
El prestigio moral que da al gobernante su conducta despierta siempre la admiración y el respeto de la ciudadanía. Merece recordarse un bello ejemplo de austeridad republicana. Dos días después de abandonar el mando el doctor Carlos Pellegrini, anunciaba su incorporación a una casa de remates, y un diario de esta Capital comentó editorialmente el hecho con estas palabras: “Es así como debe bajar el presidente de una verdadera república: incorporándose de nuevo a las filas populares y pidiendo al noble trabajo lo que nunca debe esperarse del gobierno…”

A mérito del acuerdo que antecede se resuelve:

1º Confirmar la resolución de fojas 214/222 en cuanto ha sido materia de recurso y con las salvedades que resultan del punto subsiguiente.
2º Dejar sin efecto dicha resolución: a) En cuanto comprende en el traspaso ordenado a las condecoraciones otorgadas por gobiernos extranjeros; a los bienes secuestrados a la menor Nélida Haydée Rivas; y a los derechos de autor considerados en si mismos, sobre el libro a que se refiere el recurrente a fojas 233; b) En cuanto mantiene la indisponibilidad de los bienes adquiridos por el reclamante y sus causahabientes antes del 4 de junio de 1943.
3º Dar intervención a la justicia nacional en lo penal especial, acerca de la posible comisión de delitos que se indican a fojas 164 vuelta, 165 y 219.

Regístrese, notifíquese y devuélvase previa reposición del sellado.

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