Con la frustrada vicepresidencia y la falsificación de su testamento, Evita tuvo otras dos muertes además de la real. La primera la había privado en vida de una merecida candidatura; la segunda distorsionaría su última voluntad. Pero aún habría más muertes, como la que ocurrió al hacerse añicos su deseo de quedar inmortalizada en una gigantesca estatua.
El 11 de julio de 1952 los diputados aprobaron la construcción de su monumento en vida, por erigirse en la Plaza de Mayo, con réplicas en todo el país (ley 14.124/52). De las actas surge el deseo de Evita de que "se levante en el medio de la plaza y que tenga dimensiones colosales"; que "la cripta sea altísima" y que "la entrada sea baja, como la tumba de Napoleón, para que los contreras se agachen".
Como las dimensiones complicaban su emplazamiento, Héctor Cámpora propuso "demoler los edificios de la Intendencia Municipal y de La Prensa", Román A. Subiza sugirió "correr la Pirámide de Mayo", mientras otros preferían instalarlo en el cruce de Avenida de Mayo y 9 de Julio. A esto se opusieron Juana Larrauri y Raúl Apold, recordándoles a todos que "la señora quiere que sea en la Plaza de Mayo".
Todo cambió después del 26 de julio, pues al morir Evita pasaron a cobrar más importancia los deseos de su esposo. En ese momento las actas registrarían otra clase de discusiones, como la de resolver si el monumento debía ser coronado con la estatua de ella o de él. Perón hizo llegar su rechazo a lo primero, advirtiendo que "la figura de la homenajeada no se va a reconocer, pues en tamaño tan grande resultaría ridícula". A partir de allí, de la pleitesía a la señora se pasó rápidamente a la subordinación presidencial. Fue entonces cuando alguien se acordó de que un año atrás el Congreso había decidido erigirle una estatua a Perón (ley 14.036/51).
Pero había algo más. En 1946 la mayoría peronista había votado otros dos monumentos, uno a Hipólito Yrigoyen (ley 12.839/46) por levantarse en Avenida de Mayo y 9 de Julio, y otro al Descamisado (ley 12.876/46) en la Plaza de Mayo. Como esto obligaba a cambiar los lugares elegidos, se decidió que el Descamisado ocupara el lugar destinado a Yrigoyen y éste fuera desplazado a otro sitio "cuando y donde se juzgara conveniente" (ley 13.568/49). Desde la bancada opositora, Ricardo Balbín ironizó: "Yrigoyen no tuvo urgencias históricas en vida; sabe esperar".
De ese modo, la Plaza de Mayo quedaba libre para Evita. Pero el 5 de septiembre -al mes de su fallecimiento- una nueva ley (la 14.142/52) inesperadamente la sacaba de allí sin destino cierto. Circuló entonces la versión de que la Plaza de Mayo se reservaba para la estatua de Perón y que la rotonda de Avenida de Mayo y 9 de Julio sería para Evita, en donde se levantaría un mausoleo con sus restos, coronado por el Monumento al Descamisado.
Destino final
Por allí venía la cosa cuando finalmente se eligió el terreno de Palermo ubicado entre avenida Alvear (hoy Libertador), Tagle, Figueroa Alcorta y Austria, donde estuvo la antigua cancha de River (frente a lo que hoy es Canal 7). Era el sitio más apropiado para las dimensiones de semejante proyecto, que se contrató en forma directa apenas se conocieron los dibujos del astuto escultor italiano Leone Tomassi. Su boceto mostraba una imponente imagen del Descamisado con la cara de Perón, que se fascinó y lo aprobó en el acto sin llamado a concurso.
El costo de la monumental obra se estimó en 150 millones de pesos de entonces, pero el ministro Roberto Dupeyron calculó que hacer una construcción de 137 metros de altura, con una figura de 60 metros, otras 16 de 5 metros cada una y un basamento de 77 de alto costaría más del doble (unos 100 millones de dólares de hoy).
El conjunto arquitectónico era más alto que la basílica de San Pedro, medía una vez y media la Estatua de la Libertad y tres veces el Cristo Redentor. Su dimensión era similar a la de la pirámide de Keops y su costo se encarecía por lo que debía invertirse en mármol de Carrara.
Montar tal estructura para satisfacer los deseos faraónicos reinantes llevó tanto tiempo que cuando los cimientos estuvieron terminados, y la estatua a punto de ser embutida, la revolución civico militar de 1955 frustró la coronación de la obra.
Habían pasado tres años de la muerte de Evita y ése ya no era su monumento sino el de su marido, cuya efigie dominaría en lo alto. Además, sería su propia tumba, cuando colocaran los restos dentro del mausoleo, debajo de la gigantesca figura de Perón.
Pero como esa imagen no fue subida sino derribada en todo el país, en el encofrado se colocó otra estatua, la del prócer uruguayo José Gervasio de Artigas, como homenaje al país que había cobijado a los exiliados argentinos.
Cuatro décadas más tarde, Evita logró tener su propia estatua en Buenos Aires, pero la imagen esculpida resultó todo lo contrario de lo deseado por ella. Emplazada en los jardines de la Biblioteca Nacional, donde estuvo la residencia de la calle Austria, asoma con delgadez enfermiza, cubierta por una túnica blanca, como un espectro surgido de las tinieblas en el mismo lugar de su muerte. Ella, que desbordaba vitalidad y belleza, que lució siempre su esbelta figura, así estuviera envuelta en un lujoso modelo de Dior como vistiendo un elegante tailleur; ella, que en su última aparición recorrió altiva la Avenida de Mayo, quería que la recordaran como una reina, no como una virgen o una samaritana.
Tampoco en eso tuvo suerte, porque le asesinaron la imagen con la misma imprudencia con la que antes le habían falsificado un testamento y arrebatado su estatua. Otra forma más de morir después de muerta.
Por Hugo Gambini
Para LA NACION