Introducción

INTRODUCCIÓN (*)

Razón de este libro


Esto no es un libro de historia, pero servirá para escribirla. Aún no ha llegado el momento de narrar y juzgar sine ira et studio el período iniciado el 4 de junio de 1943, y muy particularmente en igual fecha de 1946, y cerrado en septiembre de 1955 con el triunfo de la Revolución Libertadora.
La formulación del juicio histórico exige quietud de ánimo y serenidad de espíritu. No las tenemos quienes hemos vivido los acontecimientos de nuestro país durante poco más de una década. De uno u otro modo todos hemos sido actores o testigos de tales hechos, y nada de cuanto a ellos se refiera nos es ajeno. Como al gobernante caído, la historia nos juzgará por nuestras acciones y omisiones, señalará nuestros yerros y complicidades, dirá de nuestros descuidos y cobardías. Y también dirá que en momento alguno cesó nuestra resistencia al despotismo y jamás cedió la voluntad de vencerlo.
La historia se funda en la conciencia que cada generación tiene del pasado, de lo que en ella vive de él y de los que determina sus creencias y sus actos. Esa conciencia se hace con razón y pasión. Y más, tal vez, con la primera. Pero cuando el pasado no lo es del todo y se confunde con el presente, la pasión excede de tal modo a la razón, que aquella se oscurece. Por tal motivo, éste no es ni puede ser un libro de historia.
Ha sido escrito, sin embargo, con espíritu vigilante, con el mismo espíritu que determinó al gobierno revolucionario la creación de la Comisión Nacional de Investigaciones, y a cumplir ésta su tares con verdadero ánimo esclarecedor. Por primera vez en nuestra historia se ha realizado tamaña empresa. Después del derrocamiento de la reciente dictadura era necesario saber cómo y hasta dónde se había realizado su obra destructora, señalar sus propósitos, sus cómplices y colaboradores, sus métodos de corrupción y propaganda, sus grandes negociados, antes que desaparecieran los rastros y las pruebas. Durante varios meses se ha trabajado febrilmente para inquirir la verdad de lo acontecido. Por desgracia, no se ha logrado sino en parte. Huido el dictador y fugitivos algunos de sus cómplices, muchos hechos han quedado sin esclarecer. Los investigados y comprobados bastan, empero, para evidenciar el grado de corrupción moral y material que aquella produjo.
De diversos modos hubiéramos podido ordenar el material de este libro. El más sencillo y de más rápida ejecución era el de resumir los informes y memorias de las comisiones investigadoras. Este método apenas hubiera diferido de la información periodística oportunamente difundida. Otros era el de ordenar el material que se refería a cada una de las grandes reparticiones públicas o a sus equivalentes dentro de la organización política de la dictadura, aunque este material proviniera de distintas comisiones y no fuera parejo su valor. En ambos casos hubiéramos realizado una tarea de indudable eficacia informativa, pero insuficiente para trazar el cuadro de una época que por muchos años preocupara a los argentinos.
Éranos preciso, en consecuencia, obrar de otra manera. Mientras el dictador ejerció el poder, y aún después de ser derrocado, ha dicho de mil modos lo que pensaba y quería que el país le creyera. Por infinitos medios de publicidad ha mentido acerca de nuestro pasado, de nuestros problemas y de sus propias relaciones. A todo ello deberíamos referirnos en estas páginas, vinculando los hechos que las investigaciones han establecido con los propósitos que los determinaron, porque nada fue hecho sin razón ni plan trazado previamente. Y nada, tampoco, sin conocimiento de aquel. “Todo lo que se hace, esté bien o mal hecho, yo soy quien lo hace”, afirmó en el teatro Colón de Buenos Aires, el 8 de noviembre de 1949. Y agregó “Si alguna vez hay que colgar al presidente de la República por haber hecho mal las cosas estaré colgado con justicia, porque yo soy el responsable de todo lo que se hace en mi gobierno.”
No ha sido escrito este libro con propósito de escándalo o sensacionalismo. Quienes tales cosas quieran buscar en sus páginas quedarán defraudados.
Es un libro serio, escrito con buena fe. Es posible que contenga errores, pero en toda forma se ha preocupado evitarlos. Su información proviene en gran parte de las declaraciones presentadas ante las comisiones investigadoras por actores y testigos de los hechos narrados, y, también, de las conclusiones a que las mismas han llegado. Con frecuencia se transcriben los textos originales, porque son claros y concisos, y no era necesario darles otra forma.
Durante un decenio ha visto nuestro país cómo ha sido posible que le cercenaran una a una sus libertades; que lo empobrecieran y humillaran. Ha sido para él una dura experiencia, pero alguna vez debía tenerla, no sólo para conocer el inmenso valor de los bienes perdidos, sino para saber recuperarlos y resistir en el futuro cualquier intento de dominación dictatorial.
Si estas páginas sirvieran para esclarecer al pueblo sobre lo acontecido, habrán alcanzado el propósito de su publicación.


La tradición nacional

Un gran historiador francés, Fustel de Coulanges, ha dicho que “el verdadero patriotismo no es el amor al suelo, sino el amor al pasado y el respeto por las generaciones que nos han precedido”. Es decir, el amor a la tradición nacional.
En los países viejos la tradición vive en cada hombre y en cada familia. En las aldeas y ciudades de Europa y Asia, infinidad de monumentos, templos, palacios, puentes, caminos –perfectamente conservados, algunos, otros, en ruinas-, cuya existencia data de muchos siglos, dice a las sucesivas generaciones de cómo se pensó y se lucho a través de los tiempos, cuáles fueron sus grandes hombres, cuáles las ideas políticas y sociales de cada época, cuáles sus costumbres y modos de vida. La historia está en ellos tanto o más que en los libros; es historia viva, subsistente en la piedra, el bronce y el mármol. Pero no está solamente ahí. Está también en millares de casas modestas, diseminadas en campos y poblados, donde han nacido, existido y muerto varias generaciones de una misma familia que, de uno u otro modo, se han mezclado a los grandes acontecimientos de la historia nacional. Frente a esas casas han pasado los ejércitos alistados para la lucha contra el enemigo, y a ellos se incorporaron los jóvenes que vivían entre sus muros. En esas casas se celebró el éxito de muchas contiendas y se padeció la derrota en algunas. Se lloró la muerte de los seres queridos, se sufrió por su ausencia, se rezó por sus almas. De sus paredes suelen colgar retratos, condecoraciones, insignias militares; en sus armarios subsisten, descoloridos y rotos, viejos uniformes, y en los cajones quedan las cartas que se escribieron entre una y otra batalla o pocas horas antes de la que sería la última.
¿Qué familia de esas viejas naciones no tiene un héroe que ha luchado o caído en alguna guerra? ¿En cuál de las españolas, por ejemplo, no hay alguno que haya peleado hace más de siglo y medio contra la invasión napoleónica o en las guerras carlistas, en la de Cuba, en la de África o en la guerra civil más reciente? ¿En cuál hogar francés no existe alguien que combatiera en los ejércitos del Imperio, o se mezclara a las revoluciones de 1830 y 1848 o luchara en la guerra de 1870 y, sobre todo, en las dos guerras mundiales? Lo mismo puede decirse de los hombres de otras naciones; de Alemania, Italia, Gran Bretaña, etcétera, como de las más lejanas de Oriente y de algunas de América.
En los países nuevos y pacíficos, esa historia viva apenas existe. Poquísimos monumentos recuerdan el pasado y muy escasas son las familias que pueden nombrar a alguno de su sangre que hayan combatido en las guerras de la independencia o en las contiendas internacionales. El pasado es apenas conocido. Vagas noticias se tienen de él por las sumarias lecciones de escuela, atiborradas muchas veces de detalles innecesarios y carentes por lo general de nociones fundamentales.
Una nación, ha expresado Renan, es una familia espiritual, no un grupo determinado por la configuración del suelo. “Dos cosas que en realidad son una sola, constituyen esta alma, este principio espiritual. Una está en el pasado, otra en el presente; una es la posesión en común de un rico legado de recuerdos, otra es la convención actual, el deseo de vivir juntos, la voluntad de mantener el valor de la herencia recibida. Una nación es, por consiguiente, una gran solidaridad constituida por el sentimiento de los sacrificios que se han hecho y que se está dispuesto a realizar.”
Cuanto menos rico es el legado de tradiciones, más grande es el deber de conocerlo, cuidarlo y acrecentarlo. Si se lo desdeña o menoscaba; si se desconocen los sacrificios efectuados para dar forma a la nación y alma a su pueblo; si la solidaridad es reemplazada por el rencor o por el odio, estimulados por la inconsciencia, la mentira o la ignorancia, o por todas ellas a un propio tiempo, se preparan las grandes catástrofes y desventuras.
Es criminal, por consiguiente, echar sombras sobre el pretérito, y más aún cuando de sus hechos ha nacido y crecido un pueblo vigoroso.
Así aconteció en la Argentina con la reciente dictadura. Denigró nuestro pasado histórico que, con sus luces y sus sombras, es honor de un pueblo libre y consciente de su destino. Durante su transcurso se hizo nuestra nación, se organizaron sus instituciones fundamentales, se dictaron sus leyes, se poblaron sus campos desiertos, se levantaron sus ciudades, se establecieron sus industrias y se formó la sociedad con la mezcla de lo nativo y lo adventicio, consubstanciados en un común deseo de alcanzar, unidos en pacífica convivencia, la máxima felicidad colectiva. Esa obra extraordinaria, ese prodigio que a todos nos enorgullece y ha merecido el hondo respeto del mundo por la Nación Argentina, no es obra del azar sino del pensamiento de sus grandes hombres y de quienes aquí vivieron al amparo de ese pensamiento.


La libertad, la igualdad y la democracia: principios esenciales del pueblo argentino
Tres principios esenciales han dirigido la vida de nuestro pueblo: Los de libertad, igualdad y democracia.
Para los revolucionarios de 1810 la libertad implicaba no sólo la emancipación nacional, sino la individual, en sus fases racial, económica y política. La igualdad significaba la derogación de todos los privilegios hasta entonces existentes y la negación de los que pudieran surgir en el futuro. La democracia, nacida de la libertad y la igualdad, aseguraba el ejercicio de ambas por la voluntad mayoritaria del pueblo.
Para que estos tres principios pudieran ser enunciados e impuestos ha sido menester que el curso de los siglos y en todas las latitudes, millones de seres humanos padecieran la esclavitud, la servidumbre y el despotismo.
Nuestro país nació en la feliz época en que daba fin a tales horrores. Pero tan difícil como es la conquista de la libertad, la igualdad y la democracia, es la conservación de esos bienes inapreciables. Como de su salud orgánica, el hombre debe cuidar de su salud política, y ninguna de ambas puede ser mantenida sin libertad.
Desde 1810 hasta 1829 hizo nuestro pueblo el aprendizaje de la libertad. Tenía la decisión de independizarse del extranjero, pero ignoraba cómo habría de gobernarse. En innúmeros campos de guerra perdió y ganó batallas; las últimas le dieron el triunfo definitivo. Antes de que su suerte se decidiera, comenzaron las luchas civiles. Tenían los argentinos un sentimiento común, pero entre si se ignoraban. Era el país un desierto sin límites, poblado en gran parte por indígenas aguerridos. Muy pocas ciudades y aldeas, separadas por inmensas distancias, daban vaga idea de la civilización. En cada una de ellas ejercía el gobierno quien parecía mejor dotado para defender la comunidad contra los peligros eventuales: en primer término, el del malón autóctono; después, el del caudillo rival. Muy lejos estaba Buenos Aires, la capital del extinguido virreinato, dueña del puerto que comunicaba el país con Europa.
Como era la cuna de la Revolución emancipadora, creíase depositaria de su espíritu, y como había sido la sede del gobierno español, atribuíase el derecho de serlo, también, de la nación recién formada. Desconfiados de tal centralismo, se alzaron contra ella las aisladas poblaciones del interior. Las ideas de la revolución habían llegado a pocos, pero todos tenían el instinto de la libertad. Con éste pelearon unos contra otros, mientras algunos intentaban sin éxito dar forma constitucional al Estado.
De la pavorosa anarquía surgió un hombre fuerte. No creía en los principios de Mayo y detestaba a cuantos sostenían los de la libertad. Fue el primer tirano. Para asentar su poder de señor feudal se valió de las muchedumbres populares. Lo mismo habían hecho otros déspotas de todos los tiempos. Odiaba a los próceres de la emancipación, imbuidos de las doctrinas que en Europa y en América echaron por tierra a los gobiernos absolutos. Calificábase de “restaurador”, y lo era, en efecto, de los dogmas que parecían fenecidos desde 1776 o desde 1789. Dominó por el terror a la provincia de Buenos Aires, y también, por la astucia, al resto del país. A pesar de ello, no logró pacificarlo. Contra él se levantaron, una y otra vez, los amantes de la libertad, a quienes venció cruelmente. Al promediar el siglo pasado, su poder parecía inconmovible, pero poco después el Ejército Grande de Urquiza lo derrotó en caseros.
Entonces reanudó el pueblo su interrumpido aprendizaje. Sabía esta vez lo que era el despotismo sangriento y quería que nunca más se volviera a él. Dictóse así la Constitución Nacional de 1856, inspirada por el dolor padecido, por la sabiduría de la reflexión y por la esperanza de hacer un país de dignidad y de justicia para todos –los de adentro y los de afuera-, hermanados en un común anhelo de confraternidad humana.
Esa Constitución –ha dicho José Nicolás Matienzo- “es, sin duda alguna, la obra de mayor sabiduría política que se ha producido en la República Argentina. Contiene la expresión de todos los principios liberales y republicanos que teóricamente han profesado los hombres eminentes y los partidos políticos desde la revolución de la Independencia, y al mismo tiempo se ajusta a los hechos consumados y a la experiencia adquirida en los tiempos agitados que median de 1810 hasta 1852. En una palabra: combina el ideal con la realidad”.
Aseguró a todos los habitantes del país, ya fueran nativos o extranjeros, los derechos de trabajar y ejercer toda industria lícita; de navegar y comerciar; de peticionar a las autoridades; de entrar, permanecer, transitar y salir del territorio argentino; de publicar sus ideas por la prensa sin censura previa; de usar y disponer de su propiedad, de asociarse con fines útiles; de profesar libremente su culto; de enseñar y aprender. Abolió definitivamente la esclavitud, rechazó las prerrogativas de sangre y nacimiento y proclamó la libertad ante la ley. Estableció que los extranjeros gozan en el territorio de la Nación de todos los derechos civiles del ciudadano. Y para prevenir los excesos del poder dispuso que “el Congreso no puede conceder al Ejecutivo nacional, ni las legislaturas provinciales a los gobernadores de provincia, facultades extraordinarias, ni la suma del poder público, ni otorgarles sumisiones o supremacías, por las que la vida, el honor o las fortunas de los argentinos queden a merced de gobierno o persona alguna”. Era la experiencia de lo ya sufrido y la prevención contra lo que podía repetirse si algún mal argentino quisiera establecer una nueva tiranía.
Durante casi un siglo la Constitución de 1953 sirvió al progreso de nuestro país. En virtud de sus admirables disposiciones se organizó el gobierno y pudo el pueblo hacer el aprendizaje de la democracia.
Hasta las más remotas aldeas del mundo llegó, de una u otra manera, la noticia de que en el extremo sur de América había una tierra de promisión que podía ser patria de todos. Los perseguidos por el odio racial, político o religioso, los humillados y ofendidos, los trabajadores sin posibilidades de elevarse económica y socialmente, los que sólo tenían horizontes cerrados o entenebrecidos, pensaron en ese país generoso que ofrecía sus fértiles tierras al esfuerzo de todos los hombres del universo, respetaba las creencias y aseguraba la justicia.
De las ciudades, pueblos y comarcas interiores de casi todos los países de Europa fueron hacia los puertos quienes deseaban gozar de tan extraordinarios privilegios. Dejaban seres y lugares queridos, acaso pasa no verlos nunca más, ilusionaos con la conquista de bienes que en sus tierras jamás podrían alcanzar. Pertenecían a viejas civilizaciones, pero en muchos casos carecían de educación elemental. Sabían trabajar, sin embargo, eran sufridos y valientes; no temían al ancho mar desconocido que habrían de surcar en frágiles embarcaciones, si a la soledad de las tierras desérticas que los esperaban al término del viaje. Así vinieron millones de hombres y mujeres, y aquí fueron padres de argentinos, muchos de los cuales alcanzaron los más altos rangos del gobierno, de la milicia y de la Iglesia; brillaron en las ciencias, en las letras, en la industria, en el comercio y en la sociedad, porque en parte alguna hallaron trabas y en todas se contribuyó a su éxito en la vida.
Muchos ciudadanos de hoy –descendientes en grandísima parte de esos extranjeros. Poco saben del atraso en que, hace un siglo, vivía nuestro país (1). La guerra de la Independencia, las luchas civiles y la tiranía de Rosas habían impedido su desarrollo de acuerdo con el ímpetu progresista del mundo.
La población apenas superaba el millón de habitantes. Sólo Buenos Aires merecía el nombre de ciudad. En el interior alzábase cinco o seis discretas poblaciones: Córdoba, Santa Fe, Mendoza, Tucumán, Salta, Paraná. Rosario tenía poco más de cuatro mil habitantes. La Plata no existía. Las comunicaciones entre esos centros urbanos eran escasas y muy lentas.
La ganadería, y sobre todo la agricultura, estaban en sus comienzos; lo mismo la minería; las industrias eran incipientes.
Seis años después de la caída de Rosas el progreso era ya manifiesto y se acentuó al restablecerse la unidad nacional. Solo se detuvo por algún tiempo durante la guerra con el Paraguay, pero se reanudó con mayor energía apenas la paz fue firmada. Se realizó la conquista del desierto por la civilización; los indígenas que lo asolaban fueron alejados y comenzó la explotación de las inmensas llanuras.
A partir de 1880 el desarrollo del país fue prodigioso. Las ideas políticas, económicas y sociales expuestas por la ilustre generación de 1837 –la de Echeverría, Alberdi, Sarmiento, Mitre, Vicente Fidel López, Juan María Gutiérrez- hallaron en la siguiente –la de Avellaneda, Roca, Pellegrini, Roque Sáez Peña- sus fervorosos ejecutores. De todo había que enriquecer al país: de bienes materiales, en primer término, porque son los más fáciles de obtener en nuestras tierras fértiles y porque con ellos es más posible el logro de los demás; los de la educación popular, en seguida, porque eso era fundamental para el ejercicio de la democracia y la formación espiritual de nuestro pueblo. Crecieron considerablemente las viejas poblaciones; la pequeña villa de Rosario se convirtió en poquísimos años en la segunda ciudad de la República, se fundó La Plata, creció Bahía Blanca y en todo el territorio nacional surgieron o se desarrollaron nuevos centros: San Fernando, Rio IV, Esperanza, Resistencia, San Rafael, Neuquén y las muchas ciudades de todas las provincias. En ellas y también en los centros más pequeños y apartados, se fundaron escuelas y miles de maestros realizaron el prodigio de exterminar casi por completo el analfabetismo. Se construyeron puentes, diques, caminos, hospitales, museos, y edificios públicos monumentales. Se tendieron vías férreas por todo el territorio, se establecieron nuevas universidades y centros de estudios técnicos, comenzó la explotación del petróleo, se desarrollaron las industrias, creció el comercio y se publicaron algunos de los diarios más importantes del mundo.
Al cumplirse en 1910 el centenario de la Revolución de Mayo el país hizo balance de su actividad; con excepción de los Estados Unidos, ninguna nación de la tierra había progresado tanto en tan poco tiempo. El nombre de la argentina, de singular claridad y hermosura, significaba honor y generosidad, trabajo y justicia, riqueza y progreso. Era entre sus hermanas de Iberoamérica la de porvenir más seguro y daba ejemplo de lo que se debía realizar para emerger al plano de la historia. Estaba en “vida ascendente”, según dijo un gran escritor español. La cantaban los poetas, la estudiaban los economistas, la honraban los gobernantes extranjeros. A sus teatros venían los más célebres artistas del mundo, en sus universidades dictaban clases los profesores más eminentes y en sus tribunas disertaban los políticos más notorios de Europa y América.
En medio de ese optimismo y general euforia señalaron algunos de nuestros compatriotas las facetas vulnerables de nuestro desarrollo. La inmigración caudalosa lo había enriquecido mediante sus capitales y trabajo, pero también descaracterizado un poco. Las instituciones políticas, admirables por su concepción doctrinaria, eran desvirtuadas por prácticas viciosas que privaban al pueblo de su influencia en el gobierno de la Nación. Las crisis periódicas derivaban de eso, hacían reaparecer “el fantasma de las viejas regresiones” e intuir la posibilidad de nuevos despotismos.
Era necesario, por consiguiente, espiritualizar al país y darle conciencia nacional mediante el conocimiento de su historia y de sus ideales de vida. Era preciso, también, corregir para siempre la corruptela electoral practicada sin interrupción por los hombres y partidos adueñados del poder. Y era menester al mismo tiempo, crear el espíritu cívico y patriótico que cuidara el tesoro común de las instituciones liberales y democráticas, establecidas en el siglo de luchas y penas.
La educación alcanzó lo primero, y la reforma electoral del presidente Sáenz Peña, lo segundo. Desgraciadamente, no se pudo lograr lo último. Factores de diversa índole desnaturalizaron después las promisorias realizaciones. La “restauración nacionalista” propiciada antes de 1910, se desvió dos décadas más tarde hacia la xenofobia y el reaccionarismo antidemocrático. La libertad electoral fue burlada por quienes atentaron contra la pureza del sufragio y corrompieron nuevamente las costumbres políticas. Desde entonces se vislumbró la posibilidad de una grave crisis institucional.


Infiltración de las ideas antidemocráticas

La primera guerra mundial, que dejó vencidas o maltrechas a varias grandes naciones, y a otras cerca del caos, produjo en algunas –por desesperación, resentimiento, deseo de orden, ansia de recuperación política y económica- un estado espiritual propicio a los gobiernos fuertes, ejercidos por hábiles conductores de masas.
Las grandes democracias habían triunfado en los campos de batalla, pero sus vencidos –las democracias incipientes- juzgaban que no podrían restablecer su poderío sino por medios nuevos, que fortalecieron al Estado en detrimento del individuo. Harto sabido es que la debilísima democracia italiana fue la primera en ser arrollada por los grupos de acción, dirigidos por un violento ex socialista (2) que había sentido el influjo del nacionalismo doctrinario de unos cuantos intelectuales, y también es sabido que, a su ejemplo, otro energúmeno hizo lo propio en Alemania.
En corto tiempo el fascismo y el nacionalsocialismo alemán no solo convirtieron a las dos naciones vencidas en potencias de primera magnitud, sino que trasmitieron sus ideas a todas las democracias débiles del mundo la nuestra entre ellas.
El fraude electoral, realizado entre nosotros sin interrupción alguna hasta la sanción de la ley Sáenz Peña, permitió la formación de gobiernos ilustrados y progresistas, pero retardó imprudentemente la preparación del pueblo para el ejercicio de su soberanía. Cuando se dijo: “Quiera votar”, lo hizo con entusiasmo y buena fe a favor de partidos a los cuales el fraude había privado hasta entonces del gobierno y también por algunos que en él se habían gastado y corrompido. A los más importantes de ellos correspondía principalmente la misión extraordinaria de vigorizar nuestra democracia y acelerar el desarrollo del país.
En tales circunstancias, comenzaron a germinar, poco antes de 1930, las ideas que tres lustros después prepararían la dictadura. La democracia en general, y la nuestra en particular, fue atacada por todos sus flancos. Atribuíase a se sentencia los errores, omisiones y culpas de los gobernantes surgidos de ella. Después, a semejanza de los “grupos de combate” formados en Italia y Alemania para la acción violenta, se organizaron en la Argentina los que llegado el momento, debían hacer lo propio (4).
En la revolución, o como quiera llamarse a la revuelta militar y alzamiento cívico del 6 de septiembre de 1930, estuvieron mezclados diversos elementos. Uno de ellos, y sin duda el principal, fue el disconformismo producido por un gobierno inoperante; otro fue el propósito de algunos sectores de incorporar a nuestra organización política instituciones, prácticas y modalidades del totalitarismo. Como no logró el gobierno surgido de esa revolución imponer una reforma constitucional, recurrió al viejo expediente del fraude, que sus sucesores mantuvieron hasta que un nuevo movimiento militar, el del 4 de junio de 1943, los arrojó del poder.
Había crecido entretanto, la fuerza de los países totalitarios, y sobre todo la de Alemania, que en 1939 desencadenó la segunda guerra mundial. Sus primeros triunfos militares, como el de la arrolladora invasión de Francia, dieron a muchos la certidumbre de que las democracias serían sometidas y que por “un milenio”, como decía el führer teutón, Alemania y su régimen nacionalsocialista dominarían en el mundo. Su propaganda espectacular y sus servicios secretos intentaron reducir las defensas de sus enemigos y, a la vez, volcar en su favor a las naciones neutrales. Explotaron para ello los resentimientos, justificados o no, que cada una de éstas podía tener hacia tales adversarios. En lo que a la Argentina respecta se aprovechó de la ocupación británica de las Malvinas, invariablemente denunciada como ilegal por todos los gobiernos de nuestro país y por los estudiosos de su historia. Pero que en esa ocasión agitó por ajenas influencias a vastos sectores del pueblo. Lo mismo se hizo con la exacerbación del sentimiento nacionalista, legítimo en cuanto afirma el ser de la nación, pero absurdo si se convierte en recelosa manía persecutoria.


Preparación de la dictadura

En 1943 la segunda guerra mundial estaba aún por definirse. Si bien el creciente poderío de las naciones en lucha con los Estados totalitarios hacía presumir que de ellas se decidiría la contienda, los partidarios de Alemania confiaban en la inexpugnabilidad de la Europa dominada por sus ejércitos, y a la postre en el triunfo sobre sus enemigos, con la consiguiente implantación de su doctrina imperial.
Los agentes nazis habían actuado decididamente en nuestro país, no sólo en tareas de espionaje sino también de propaganda. Se infiltraron en los medios gubernativos; hallaron propicio ambiente en los militares y consiguieron la adhesión de algunos políticos, intelectuales y eclesiásticos.
Algún día se escribirá la historia pormenorizada de esas vísperas de la dictadura. Por ahora sólo nos corresponde referirnos al GOU, logia secreta de oficiales del ejército (5) formada con el propósito de “unir espiritual y materialmente a los jefes y oficiales del ejército, por entender que en esa unión reside la verdadera cohesión de los cuadros y que de ella nace la unidad de acción, base de todo esfuerzo colectivo nacional”. “Un todo animado de una sola doctrina y con la sola voluntad –agrega el plan pertinente- es la consigna de la hora, porque la defensa del ejército, contra todos sus enemigos internos y externos, no es posible si no de antepone a las conversaciones personales de grupos al interés de la institución y si todos no sentimos de la misma manera el santo orgullo de ser sus servidores”.
Los promotores de esa logia querían evitar a todo trance cualquiera de estas dos posibilidades: que nuestro país fuera arrastrado a la guerra mundial por exigencia imperiosa de Estados Unidos, o que estallara el él una revolución comunista “tipo frente popular” Analizada por ellos la situación política interna, advertían que el cambio de gobierno a operarse en 1944 podía alterar la posición neutralista adoptada hasta entonces, sostenida con singular firmeza por el presidente Castillo, pero que su señalado sucesor, el doctor Patrón Costas, no parecía inclinado a mantener. Ante lo que consideraba un peligro para la neutralidad argentina, el “Grupo de Oficiales Unidos” o “Grupo de Obra de Unificación” –que ambas denominaciones puede significar la sigla GOU- dispósose a actuar, decidido a infundir en los militares “un solo ideal”, “una doctrina única” y la “mayor unidad de acción”.
En eso se estaba cuando comenzó a circular en los cuarteles una proclama reveladora de las estrafalarias ideas incrustadas en algunas mentes por el adoctrinamiento nazi. Aunque se ha publicado repetidas veces, creemos necesario transcribirla aquí para conocimiento de quienes pueden ignorarla todavía. Dice así:

“Camaradas: La guerra ha demostrado palmariamente que las naciones ya no pueden defenderse por sí solas. De ahí el juego inseguro de las alianzas, que mitigan pero no corrigen el grave mal. La era de la “Nación” va siendo sustituida por la era del “Continente”. Ayer los feudos se unieron para formar la “Nación” y hoy las naciones se unen para formar el Continente. Esa es la finalidad de esta guerra.
Alemania realiza un esfuerzo titánico para unificar el continente europeo. La nación mayor y mejor equipada deberá regir los destinos del continente de nueva formación. En Europa será Alemania. En América, en el Norte, la nación monitora será por un tiempo Estados Unidos. Pero, en el Sur no hay una nación lo suficientemente fuerte para que, sin discusión, se admita su tutoría. Hay sólo dos naciones que podrían tomarla: Argentina (6) y Brasil. Nuestra misión es hacer posible e indiscutible nuestra tutoría.
La tarea es inmensa y llena de sacrificios, pero no se hace patria sin sacrificarlo todo. Los titanes de nuestra independencia sacrificaron bienes y vida. En nuestro tiempo Alemania ha dado a la vida un sentido heroico. Esos serán nuestros ejemplos.
Para realizar el primer paso, que nos llevará a una Argentina grande y poderosa, debemos tomar el poder. Jamás un civil comprenderá la grandeza de nuestro ideal; habrá, pues, que eliminarlos del poder y del gobierno y darles la única misión que les corresponde: trabajo y obediencia.
Conquistando el poder, nuestra misión será ser fuertes, más fuertes que todos los otros países reunidos. Habrá que armarse siempre venciendo dificultades, luchando contra las circunstancias internas y exteriores. La lucha de Hitler en la paz y en la guerra nos servirá de guía.
“Las alianzas serán nuestro primer paso. Tenemos ya al Paraguay; tenemos a Bolivia y a Chile. Con la Argentina, Paraguay, Bolivia y Chile, nos será fácil presionar al Uruguay. Luego las cinco naciones unidas atraerán fácilmente a Brasil, debido a su forma de gobierno y a los grandes núcleos de alemanes. Entregado el Brasil, el continente sudamericano será nuestro. Nuestra tutoría será un hecho, un hecho grandioso, sin precedentes realizado por el genio político y el heroísmo del ejército argentino.
Mirajes, utopismo, se dirá. Sin embargo, dirijamos de nuevo nuestras miradas hacia Alemania. Vencida, se la hace firmar en 1919 el tratado de Versalles, que la debía mantener bajo el yugo aliado en calidad de potencia de segundo orden, lo menos por cincuenta años. En menos de veinte años recorrió un fantástico camino. Antes de 1930 estaba armada como ninguna otra nación, y en plena paz se anexaba Austria y Checoslovaquia. Luego, en la guerra plegó a su voluntad la Europa entera. Pero no fue sin duro sacrificio. Fue necesaria una dictadura férrea para imponer al pueblo los renunciamientos necesarios al formidable programa
Así será en la Argentina.
Nuestro gobierno será una dictadura inflexible, aunque al comienzo hará las concesiones necesarias para afianzarse sólidamente. Al pueblo se le atraerá pero, fatalmente, tendrá que trabajar, privarse y obedecer. Trabajar más, privarse más que cualquier otro pueblo. Solo así se podrá llevar a cabo el programa de armamento indispensable a la conquista del continente.
Al ejemplo de Alemania, por la radio, por la prensa controlada, por el cine, por el libro, por la Iglesia y por la educación se incluirá al pueblo ese espíritu favorable para emprender el camino heroico que se le hará recorrer.
Sólo así llegará a renunciar a la vida cómoda que ahora lleva.
Nuestra generación será una generación sacrificada en aras de un ideal más alto: la patria argentina, que más tarde brillará con luz inigualable para mayor bien del continente y de la humanidad entera.
¡Viva la patria! ¡Arriba los corazones!”

¿Quién había escrito esta proclama que, por exigencias de la política internacional, se la declaró apócrifa? No lo sabemos, pero es presumible que intervinieran en su redacción los dirigentes del GOU.
Entretanto, la opinión independiente no se manifestaba. Acostumbrada a los vicios de la “política criolla” presentía que la próxima elección presidencial sería como las otras realizadas antes de la ley Sáenz Peña y aun después de 1930, cuyos fraudes no habían detenido al impresionante desarrollo nacional.
Sorprendió, en tales circunstancias, que se mezclara a las maquinaciones de algunos radicales el nombre del ministro de Guerra, general Pedro Pablo Ramírez, y mucho más que éste apareciera comprometido en la revuelta militar que derrocó al gobierno el 4 de junio. Para que este hecho fuera posible, era necesario que mucho hubiera cambiado en el país. Ese cambio se había realizado en la sombra, y quienes más enterados estaban de él eran algunos agentes nazis. Los ciudadanos más perspicaces sospecharon desde el primer instante que aquel movimiento era de tendencia antidemocrática, aunque la proclama revolucionaria pudiera hacer creer lo contrario. Pocas horas bastaron para dar la certidumbre de que comenzaba para nuestro país un período de inquietantes perspectivas.
El nuevo gobierno, formado después de ásperas disputas del grupo revolucionario en la noche del 5 al 6 de junio. Llevó al Ministerio de Guerra al general Edelmiro J. Farrell, y éste puso al frente de la respectiva secretaría a su amigo el coronel Juan Perón. Los primeros pasos estaban dador; los siguientes debían tender a que el gobierno fuera una “dictadura inflexible”, según decía la proclama referida. Los tres actores estaban ya sobre el tablero: el general Ramírez, ex ministro de Guerra y jefe aparentemente del GOU, en la Presidencia de la Nación; el jefe real de la logia en la secretaría del Ministerio militar y, como titular de éste, quien servía de puente entre ambos.
Demasiado extensas serían estas páginas si relatasen los episodios de los tres años que medían entre el 4 de junio de 1943 e igual fecha de 1946. Durante su transcurso se delineó claramente el perfil de quien se había preparado y tenía condiciones para el ejercicio de la proyectada dictadura. Comenzó por conseguir la “mayor unidad de acción” del ejército, mediante la exigencia a los oficiales en servicio de la presentación de las respectivas solicitudes de retiro. Sobre un total de 3.600 oficiales combatientes sólo 300 se negaron a tal requerimiento (7). Conseguido esto, la dictadura en cierre empeñose en destruir cuanto pudiera oponerse al régimen planteado. Desde luego, los partidos políticos. Para ella, la política era “mala palabra”, y “malos elementos” la mayoría de quienes la habían ejercido. Mientras los partidos no se depurasen no tenían derecho a intervenir en la vida y conducción del Estado, dijo entonces el presidente Ramírez. Poco después disolvió a todos y encarceló a varios de sus dirigentes.
Siguió en seguida la acción contra la prensa, especialmente la de combativa tendencia democrática y antitotalitaria, empresa en la que se había adelantado el gobierno de Castillo. Y a efecto de vigilarla, lo mismo que a la radiodifusión, teatro, cine y demás medios de publicidad, se creó la Subsecretaría de Informaciones y Prensa.
Cuatro meses después de la revolución del 4 de junio, ya no era posible dudar acerca de lo que se preparaba. Ante esa evidencia, un grupo de destacados ciudadanos –profesores, periodistas y hombres de otras actividades- señaló en un manifiesto, hacho público el 15 de octubre, la imprescindible y urgente necesidad de asegurar la unión, la tranquilidad y el futuro de los argentinos, mediante la democracia efectiva y la solidaridad americana. Estos simples y claros propósitos, enunciados en ejercicio de un derecho indiscutible, irritaron al gobierno. Al siguiente día acusó a los firmantes de “falta de lealtad para el país” y dispuso la cesantía de aquellos que servían en la administración pública. A los restantes amenazó con las “consecuencias ulteriores”. Varios de los más eminentes profesores de nuestras universidades y colegios debieron abandonar sus cátedras, a las que no volvieron sino doce años después, luego de caída la dictadura.
La invasión de la Europa continental por las naciones democráticas y el consiguiente desmoronamiento del poder totalitario, hizo variar el programa que sus círculos adictos se habían trazado en nuestro país. Los mismos que lo habían enunciado debieron, ya en las postrimerías de la contienda, declarar la guerra al Eje. Esto los obligó a postergar transitoriamente el cumplimiento de lo que consideraban su misión continental que hiciera posible la primera.
Entretanto, hacíase cada vez más preponderante el influjo del coronel Perón, que en pocos meses había acumulado los cargos de secretario de Trabajo y Previsión, Ministro de Guerra, presidente del Consejo de posguerra y vicepresidente de la Nación, y se delineaba ya como aspirante a la primera magistratura del país. El repudio que por su política sentían los sectores democráticos se expresó en una de las más numerosas y entusiastas manifestaciones públicas realizadas en Buenos Aires, la que se llamó “Marcha de la Constitución y de la libertad” (19 de septiembre de 1945), que congregó a medio millón de personas y desfiló entre el Congreso y la plaza Francia. Ante tan clara definición de la ciudadanía, las fuerzas armadas, que en el mes de agosto anterior habían intentado un alzamiento en Córdoba a las órdenes de los generales Rawson y Martín, decidiéronse en octubre a exigir la renuncia del inquietante coronel. Lograron su propósito el 9 de octubre, pero pocos días después, luego de haber ametrallado la policía a la multitud reunida en la Plaza San Martín, frente al Círculo Militar, grupos informes apresuradamente reunidos en los alrededores de la capital, llegaron a la plaza de Mayo y exigieron el retorno de aquel. Al cabo de pocas horas hablo desde un balcón de la Casa de Gobierno. Desde entonces quedó en manos de Perón la suerte del país. Sólo faltaba dar aspecto legal a su futuro gobierno. La armazón dictatorial ya estaba en pie. Bastaría que lo completara en todos sus aspectos, que redujera al máximo o simplemente destruyera las libertades ciudadanas, que infundiera el miedo, que propagara el odio, para que una nueva tiranía fuera posible. De cómo se la organizó y practicó tratan los capítulos que siguen.



NOTAS:
(1) (nota del trascriptor) Se refiere a 1850 aproximadamente.
(2) (nota del trascriptor) Benito Musolini.
(3) (nota del trascriptor) Adolfo Hitler.
(4) (nota del trascriptor) Los “pone bombas” radicales, socialistas y anarquistas. Quienes eligieron ese camino para llegar al poder y al adoptar este sistema, generaron violencia y posturas antidemocráticas y totalitarias con su accionar. Fue la inteligencia de Roque Sáenz Peña –con la ley del voto- quien los incluyo dentro del sistema democrático al menos a gran mayoría de los dos primeros grupos.
(5) (nota del trascriptor) GOU “Grupo de Oficiales Unidos” o “Grupo de Obra de Unificación”.
(6) (nota del trascriptor) El autor de la Proclama evidentemente olvida que la Argentina de esos años era la séptima potencia del mundo.
(7) Declaración de Perón al periodista señor Abel Valdés, del diario “El Mercurio” de Santiago de Chile (ver “La Prensa” del 12 de noviembre de 1943)


(*) Libro Negro de la Segunda Tiranía – Ley 14.988 – Comisión Nacional de Investigaciones Vicepresidencia de La Nación - Buenos Aires 1958 – Páginas 21 a 34.