La alternancia en el mando o, mejor dicho, en el gobierno, entendiendo por tal, strictu sensu, al Poder Ejecutivo, es un elemento esencial de la democracia. La continuidad indefinida en sus cargos del o de los mismos titulares del Ejecutivo, aún en el caso hipotético de que ello sea el resultado de un pronunciamiento electoral libre del pueblo, sin coacción ni fraude, es, en principio, un factor negativo y distorsionante para la democracia.
No sólo porque el continuismo indefinido –aún en el caso de que existan elecciones periódicas y teóricamente libres y puras y que el resto del sistema constitucional con sus correspondientes contralores políticos y jurisdiccionales funcione normalmente–, genera peligrosos elementos personalistas y autocráticos que afectan negativamente la existencia de una democracia real, sino porque, además, la no alternancia en el mando, en sí misma y por las necesarias consecuencias que provoca, puede hacer peligrar la realización de comicios libres y sin fraude y por eso la “alternancia en el poder”, ha sido calificada como “un principio democrático” por un importante sector de la doctrina latinoamericana.
Hay que hacer, sin embargo, dos precisiones iniciales.
La primera es la necesaria puntualización de que no es estrictamente lo mismo alternancia en el mando o en el poder, –que puede suponer el ejercicio de facto e ilegítimo de ese poder o de ese mando, fuera del marco constitucional–, que la alternancia en el gobierno, dentro de un régimen constitucional y legítimo. En esta acepción, lo que puede llamarse la alternancia en el poder, o en el mando es diferente de la continuidad sin alternancia, en un mando o en un poder por parte de una persona o de un grupo de personas por razones de hecho y en una situación ilegítima, fuera de la Constitución y del normal juego democrático.
En cambio, la alternancia en el gobierno, si bien puede también darse en un gobierno de facto o en una situación ilegítima, debe ser estudiada, –y es el caso al que nos referimos– en un marco constitucional, de legitimidad jurídica.
Sin embargo en ambas situaciones, la continuidad, en especial si es indefinida o excesivamente prolongada, tiende a provocar el desarrollo de elementos políticos potencialmente negativos, a acentuar la arbitrariedad y a generar peligrosas expresiones de autoritarismo, unidas a la posible creencia en la pertenencia política o personal del poder, que muchísimas veces nace de su ejercicio prolongado.
La segunda, ya situándonos sólo en la cuestión de la continuidad o la alternancia en el gobierno dentro de una situación constitucional legítima, de raíz democrática, es la necesidad de distinguir los sistemas parlamentarios clásicos, con jefaturas de Estado con competencias esencialmente representativas, sin ejercicio directo del gobierno, las monarquías parlamentarias europeas y el Japón y los regímenes republicanos con un Jefe de Estado con igual carácter y el caso de los regímenes presidencialistas, en especial en el presidencialismo latinoamericano.
En la primera situación la continuidad del Jefe de Estado, por largos períodos, aún de por vida, puede no constituir un peligro. El poder verdadero está en manos del Gobierno y aunque esa alternancia es deseable, su inexistencia en la jefatura de Estado no genera los mismos peligros que en los regímenes presidencialistas.
En cambio en el presidencialismo, ya sea en su forma adoptada por los Estados Unidos, como en el actual modelo constitucional de la Federación Rusa, así como en los casos latinoamericanos, en general caracterizados por un predominio político del Poder Ejecutivo, la falta de alternancia en el Gobierno, y la consiguiente continuidad en el Gobierno, con reelección o a sucesivas reelecciones, constituye, en principio, un eventual peligro para la gobernabilidad democrática y para la existencia plena de un Estado de Derecho.
Alternancia es la acción y efecto de alternar que, según el Diccionario de la Real Academia, significa “desempeñar un cargo varias personas por turnos” o “sucederse unas cosas a otras repetidamente”.
Las acepciones del Diccionario aunque no estrictamente referidas al concepto político-constitucional, dan una idea analógica del concepto.
La alternancia en el mando o en el Gobierno es el desempeño sucesivo en el poder o en el Gobierno por personas distintas, pertenezcan o no al mismo partido político. De tal modo la alternancia en el mando o en el Gobierno se da en los regímenes constitucionales republicanos (con exclusión de las llamadas repúblicas con presidencia vitalicia –caso que fue por ejemplo el del Haití de Duvalier), en las monarquías parlamentarias modernas, en las que el carácter vitalicio de la jefatura del Estado no afecta la posibilidad de alternancia en el gobierno de personas y/o partidos diferentes. En los sistemas de facto o en las dictaduras modernas la alternancia en el mando es el resultado, generalmente, del libre juego de los factores de poder real y no de un sistema institucional de limita
ción del poder por la impuesta determinación de ciertos cargos políti»cos gubernamentales de particular importancia.
La alternancia en el gobierno constituye en principio, y con las precisiones precedentemente hechas, en el constitucionalismo moderno, en sus diversas variantes, y ya sea el resultado de previsiones normativas o en los hechos, del juego libre de las fuerzas políticas, un presupuesto y una condición de la democracia.
Si la alternancia en el gobierno, como elemento político, se refiere esencialmente a la titularidad del Poder Ejecutivo tiene también una relación con la integración de los Poderes Legislativo y Judicial. En lo que respecta al Legislativo, si bien obviamente la cuestión no se plantea en iguales términos que en el Ejecutivo, puede afirmarse que aunque el principio mayoritario en el Derecho Constitucional comparado es la posibilidad de reelección indefinida de los legisladores –con excepción, por ejemplo de México (art. 59) y de Costa Rica (art. 107)– esto se equilibra con la necesaria existencia en la democracia de elecciones legislativas periódicas y el cambio de las mayorías y minorías legislativas según los resultados. Hay, sin embargo, algunos casos en el constitucionalismo democrático en que la Cámara Alta (Senado, Cámara de los Lores, etc.) se integra con algunos senadores vitalicios (por ejemplo Italia (art. 59) y Venezuela en la Carta de 1961 (Art. 148), y Chile en la Constitución de 1980 (art. 45), o con lores no electivos, sean de designación real, en razón de sus cargos eclesiásticos o de carácter hereditario (Gran Bretaña), en este último caso hasta 1999.
En cuanto al Poder Judicial la cuestión se plantea, en lo que respecta a la integración del órgano supremo (Suprema Corte, Alta Corte, Corte de Casación, etc), también en términos diferentes. Aunque el principio es la inamovilidad de los jueces de estas Cortes o Tribunales –garantía de su independencia–, la fórmula del nombramiento vitalicio, por ejemplo en los Estados Unidos (Artículo III, Sección 1), adaptada a la realidad de un retiro voluntario al llegar a determinada edad, personal y libremente apreciada, es hoy minoritaria. La fórmula de la Constitución de los Estados Unidos influyó inicialmente en la mayoría de las Constituciones latinoamericanas, pero casi todas ellas han sido modificadas a este respecto. Actualmente en el Derecho Constitucional comparado latinoamericano predomina el sistema de fijar un término para el desempeño del cargo en las Cortes Supremas (6, 9, 10 ó 15 años por ejemplo) o establecer un límite de edad (en muchos casos 70 años) o una combinación de ambos criterios.
Lo mismo ocurre en las Cortes, Tribunales o Consejos Constitucionales, de Garantías Constitucionales o de Constitucionalidad y en los tribunales supremos para materias determinadas (Contencioso Administrativo, Fiscal, Laboral, etc).
La normal y verdadera alternancia en el gobierno sólo puede existir en sistemas democráticos representativos con multiplicidad de partidos políticos, ya sea de tipo bipartidista o mutipartidario, en que estos se encuentren en un plano de igualdad jurídica no discriminatoria, en que haya un régimen electoral que haga efectivamente posible la rotación de los partidos políticos en el poder y en el que las elecciones sean realmente periódicas y libres, sin fraude ni coacción.
La mera sustitución de personas, aunque su elección sea el resultado de elecciones libres, no constituye, en principio, una plena y verdadera alternancia en el gobierno, si no hay cambio del partido gubernamental o del principal partido político gubernamental, en el caso de coaliciones gubernamentales pluripartidarias. Sin embargo incluso este cambio, reducido a la sucesión de personas distintas en la jefatura del gobierno (jefatura del Estado también en los sistemas republicanos), tiene un significado diferente en un régimen político y realmente multipartidista que en otro de partido predominante o privilegiado e, indudablemente, aun con mayor razón, en el caso de sistemas de partido único. En el primer grupo puede situarse el caso del Uruguay entre 1865 y 1958, en que pese a la existencia, relativamente normal para la época, con algunas graves excepciones, de elecciones periódicas, no hubo rotación de los partidos políticos en la Presidencia de la República, ocupada siempre por militantes de un solo partido y en el que la Constitución prohibía la reelección inmediata (Constitución de 1830, Art. 75; Constitución de 1918, Art. 73; Constitución de 934, Art. 150; Constitución de 1942, Art. 149).
En el segundo es posible incluir el caso mexicano con la reiterada y constante elección a la Presidencia de los candidatos del PRI, en un régimen constitucional que, sin embargo, prohíbe radical y absolutamente la reelección presidencial (Art. 83). En el tercero, el caso del constitucionalismo de la ex Unión Soviética (Constitución de 1977, Arts. 6 y 100), de los países que han seguido directamente su modelo político y constitucional, de Cuba de 1975 (Art. 5, Arts. 134-140) y de ciertos Estados africanos.
Existe una estrecha relación entre el tema de la alternancia en el gobierno y la cuestión de la no reelección.
La posibilidad jurídica de reelección sucesiva e indefinida del titular del Poder Ejecutivo en un sistema constitucional democrático republicano, afecta negativamente la posibilidad real de alternancia en el mando de las personas, así como la rotación de los partidos en el gobierno y, en consecuencia, esta posibilidad puede contribuir a dificultar la existencia y funcionamiento de una democracia real.
La fórmula original de la Constitución de los Estados Unidos que no ponía límites a la posible reelección del Presidente (Art. lI, Sección l), fue seguida por algunas constituciones latinoamericanas.
Dentro del actual sistema semi presidencial citamos la Constitución francesa de 1958, que dicta que el Presidente de la República dura siete años y puede ser reelegido indefinidamente (art. 7). Pero el peligro de la no alternancia se mitiga por la existencia de un Primer Ministro (art. 8) y por la existencia en reiteradas ocasiones, de un régimen de “cohabitación”, con un Primer Ministro de un partido distinto al del Presidente y con una mayoría parlamentaria, en esas ocasiones, distinta a la del partido político del Presidente de la República.
Sin embargo la tendencia mayoritaria prohibió la reelección inmediata (por ejemplo: Constitución Argentina de 1853, Art. 77; Constitución Uruguaya de 1830, Art. 75). Los casos de Porfirio Díaz en México y del General Gómez en Venezuela son ejemplos clásicos de la degradación política que aparejó la reelección indefinida que muchas veces se hizo suprimiendo la prohibición constitucional preexistente. Esta y otras experiencias negativas análogas, como por ejemplo la de Trujillo en la República Dominicana en Latinoamérica, llevaron a prohibir la reelección inmediata, a limitar al mínimo las reelecciones posibles o a prohibir radicalmente toda reelección.
La primera, es decir la prohibición de la reelección inmediata, es la predominante en los sistemas constitucionales latinoamericanos. A los ejemplos ya citados deben agregarse la Constitución de Brasil de 1988 (art. 82). La Constitución de República Dominicana prohíbe la reelección para el período constitucional siguiente (art. 49). La Constitución de El Salvador, en forma distinta, limita la posibilidad de reelección inmediata del Presidente de la República. La Constitución de Venezuela de 1961, prohibía la reelección dentro de los diez años de la terminación del mandato - Art. 185).
La segunda, la adoptada en la Enmienda 22 a la Constitución de los Estados Unidos, de 1951.
Y la última es la del Constitucionalismo mexicano cuya Constitución de 1917 –después de un conocido proceso político– establece y mantiene una prohibición absoluta de reelección para el Presidente (Art. 83). La prohibición absoluta de reelección se encuentra también, por ejemplo, en la Constitución de Costa Rica de 1949 (Art. 132) y en la de Guatemala de 1985 (Art. 187) y en la de Honduras de 1982 (art. 239).
La Constitución Chilena de 1980 que hace durar al Presidente en sus funciones ocho años, prohíbe la elección para el período siguiente (Art. 25). Pero en virtud de las disposiciones transitorias 13,14, la permanencia en la Presidencia de la República de la persona que la ocupaba desde 1973 –y desde 1980 en virtud de la Constitución– habría podido prolongarse hasta 1986.
Un ejemplo digno de destacarse es el del Paraguay. La Constitución enmendada al respecto en 1977, permitía la reelección indefinida (Art. 173). La Constitución de 1967 autorizaba la reelección por un período consecutivo o alternativo (Art. 173), sin tomar en cuenta los períodos anteriores para el titular en ese momento de la Presidencia (Art. 236), que la ocupaba desde 1953. La Constitución vigente de 1992, por el contrario, prohíbe la reelección del Presidente y Vicepresidente (art. 229).
La Constitución de Cuba de 1975 dispone que todos los órganos del poder del Estado son renovables periódicamente (Art. 66a), pero no limita la posibilidad de reelección indefinida del Presidente del Consejo de Estado y jefe de Gobierno (Art. 72).
La Constitución de Nicaragua de 1987, no contiene ninguna norma que limite la posibilidad de reelección del Presidente de la República.
Estos son sólo algunos ejemplos.
La cuestión de la no reelección no se plantea en términos iguales en los sistemas parlamentarios que en los presidenciales. En las monarquías parlamentarias no se encuentra, en general, limitación constitucional a la designación del mismo primer ministro o jefe de Gobierno, si cuenta con apoyo de una mayoría parlamentaria resultado de elecciones periódicas y libres. En las repúblicas parlamentarias, aunque puede haber previsión constitucional respecto de la reelección o no reelección del Presidente de la República (por ejemplo: Constitución de la República Federal de Alemania de 1949, Art. 54.2, reelección por una vez; Constitución de Italia de 1949, Art. 85, sólo indica que se elige por siete años; Constitución de Francia de 1958, Art. 6, que permite la reelección indefinida y con un mandato de siete años, y siguiendo la tradición de la III República, en contra de la IV (1946) que permitía una sola reelección), no hay obstáculo constitucional para la posibilidad de indefinida designación del mismo primer ministro o jefe de Gobierno, si se cumplen con las demás exigencias constitucionales. En los pocos sistemas constitucionales latinoamericanos en que existe un primer ministro o Presidente del Consejo de Ministros (Presidente), como es el caso del Perú de 1979, se prohíbe la reelección inmediata del Presidente (Art. 205), pero no la designación indefinida del Presidente del Consejo de Ministros.
Hay que señalar que, en el Derecho Constitucional Comparado Latinoamericano se insinúa hoy una tendencia, críticamente discutida, dirigida a permitir la reelección inmediata de Presidente de la República (por ej: Argentina, Constitución de 1994, art.90; Perú, Constitución de 1993, art. 112; Brasil, Reforma constitucional de 1999; Venezuela, Constitución de 1999, art. 230). En todos estos casos se modificó el sistema constitucional anterior que prohibía la reelección inmediata.
La mayoría de los otros países latinoamericanos, entre ellos el Uruguay (Constitución de 1996, art. 152), mantienen la fórmula tradicional de la prohibición de la reelección inmediata.
La relación entre la existencia de elecciones libres, periódicas y sin fraude y la posibilidad real de alternancia en el mando es evidente. Sin elecciones periódicas, sin fraude, a las que puedan concurrir candidatos de todos los partidos políticos sin discriminación de ningún tipo, es imposible concebir una verdadera alternancia en el Gobierno, que tenga sentido en el Estado Democrático moderno.
La necesaria existencia de elecciones periódicas, que reúnan además los extremos antes indicados –que como se dijo precedentemente son un presupuesto necesario para la posibilidad de la alternancia en el gobierno– resulta no sólo de las constituciones democráticas, sino que deriva además del Derecho Internacional actual, en relación con el reconocimiento de los derechos políticos. Se encuentra en la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948 (art. 21), en el Pacto de Derechos Civiles y Políticos de 1966 de las Naciones Unidas (art. 25) y, en especial, en el sistema regional americano, basado, al igual que el europeo, en la democracia representativa multipartidista y liberal, Convención Europea de Salvaguardia de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales y Convención Americana sobre Derechos Humanos (Pacto de San José; art. 33), en la Carta Reformada de la OEA, Art. 3.d) y j) y en la Declaración Americana de Derechos y Deberes del Hombre de 1948 (Art. XX) . El Protocolo de Washington (1994) de Reforma de la Carta de al OEA afirmó el necesario carácter democrático de los Gobiernos de los Estados Miembros y la exigencia de elecciones libres y periódicas. La misma exigencia está incluída en los instrumentos más recientes de la Unión Europea (Maastrich y Amsterdam). Igual imposición se encuentra en el Protocolo de Usuhaia (1997), adicional al Tratado de Asunción (Mercosur).
Bibliografía:
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Popper: La sociedad abierta y sin enemigo.
Schumpeter: Capitalismo, Socialismo y Democracia, Editorial Claridad, Buenos Aires, 1996.
No sólo porque el continuismo indefinido –aún en el caso de que existan elecciones periódicas y teóricamente libres y puras y que el resto del sistema constitucional con sus correspondientes contralores políticos y jurisdiccionales funcione normalmente–, genera peligrosos elementos personalistas y autocráticos que afectan negativamente la existencia de una democracia real, sino porque, además, la no alternancia en el mando, en sí misma y por las necesarias consecuencias que provoca, puede hacer peligrar la realización de comicios libres y sin fraude y por eso la “alternancia en el poder”, ha sido calificada como “un principio democrático” por un importante sector de la doctrina latinoamericana.
Hay que hacer, sin embargo, dos precisiones iniciales.
La primera es la necesaria puntualización de que no es estrictamente lo mismo alternancia en el mando o en el poder, –que puede suponer el ejercicio de facto e ilegítimo de ese poder o de ese mando, fuera del marco constitucional–, que la alternancia en el gobierno, dentro de un régimen constitucional y legítimo. En esta acepción, lo que puede llamarse la alternancia en el poder, o en el mando es diferente de la continuidad sin alternancia, en un mando o en un poder por parte de una persona o de un grupo de personas por razones de hecho y en una situación ilegítima, fuera de la Constitución y del normal juego democrático.
En cambio, la alternancia en el gobierno, si bien puede también darse en un gobierno de facto o en una situación ilegítima, debe ser estudiada, –y es el caso al que nos referimos– en un marco constitucional, de legitimidad jurídica.
Sin embargo en ambas situaciones, la continuidad, en especial si es indefinida o excesivamente prolongada, tiende a provocar el desarrollo de elementos políticos potencialmente negativos, a acentuar la arbitrariedad y a generar peligrosas expresiones de autoritarismo, unidas a la posible creencia en la pertenencia política o personal del poder, que muchísimas veces nace de su ejercicio prolongado.
La segunda, ya situándonos sólo en la cuestión de la continuidad o la alternancia en el gobierno dentro de una situación constitucional legítima, de raíz democrática, es la necesidad de distinguir los sistemas parlamentarios clásicos, con jefaturas de Estado con competencias esencialmente representativas, sin ejercicio directo del gobierno, las monarquías parlamentarias europeas y el Japón y los regímenes republicanos con un Jefe de Estado con igual carácter y el caso de los regímenes presidencialistas, en especial en el presidencialismo latinoamericano.
En la primera situación la continuidad del Jefe de Estado, por largos períodos, aún de por vida, puede no constituir un peligro. El poder verdadero está en manos del Gobierno y aunque esa alternancia es deseable, su inexistencia en la jefatura de Estado no genera los mismos peligros que en los regímenes presidencialistas.
En cambio en el presidencialismo, ya sea en su forma adoptada por los Estados Unidos, como en el actual modelo constitucional de la Federación Rusa, así como en los casos latinoamericanos, en general caracterizados por un predominio político del Poder Ejecutivo, la falta de alternancia en el Gobierno, y la consiguiente continuidad en el Gobierno, con reelección o a sucesivas reelecciones, constituye, en principio, un eventual peligro para la gobernabilidad democrática y para la existencia plena de un Estado de Derecho.
Alternancia es la acción y efecto de alternar que, según el Diccionario de la Real Academia, significa “desempeñar un cargo varias personas por turnos” o “sucederse unas cosas a otras repetidamente”.
Las acepciones del Diccionario aunque no estrictamente referidas al concepto político-constitucional, dan una idea analógica del concepto.
La alternancia en el mando o en el Gobierno es el desempeño sucesivo en el poder o en el Gobierno por personas distintas, pertenezcan o no al mismo partido político. De tal modo la alternancia en el mando o en el Gobierno se da en los regímenes constitucionales republicanos (con exclusión de las llamadas repúblicas con presidencia vitalicia –caso que fue por ejemplo el del Haití de Duvalier), en las monarquías parlamentarias modernas, en las que el carácter vitalicio de la jefatura del Estado no afecta la posibilidad de alternancia en el gobierno de personas y/o partidos diferentes. En los sistemas de facto o en las dictaduras modernas la alternancia en el mando es el resultado, generalmente, del libre juego de los factores de poder real y no de un sistema institucional de limita
ción del poder por la impuesta determinación de ciertos cargos políti»cos gubernamentales de particular importancia.
La alternancia en el gobierno constituye en principio, y con las precisiones precedentemente hechas, en el constitucionalismo moderno, en sus diversas variantes, y ya sea el resultado de previsiones normativas o en los hechos, del juego libre de las fuerzas políticas, un presupuesto y una condición de la democracia.
Si la alternancia en el gobierno, como elemento político, se refiere esencialmente a la titularidad del Poder Ejecutivo tiene también una relación con la integración de los Poderes Legislativo y Judicial. En lo que respecta al Legislativo, si bien obviamente la cuestión no se plantea en iguales términos que en el Ejecutivo, puede afirmarse que aunque el principio mayoritario en el Derecho Constitucional comparado es la posibilidad de reelección indefinida de los legisladores –con excepción, por ejemplo de México (art. 59) y de Costa Rica (art. 107)– esto se equilibra con la necesaria existencia en la democracia de elecciones legislativas periódicas y el cambio de las mayorías y minorías legislativas según los resultados. Hay, sin embargo, algunos casos en el constitucionalismo democrático en que la Cámara Alta (Senado, Cámara de los Lores, etc.) se integra con algunos senadores vitalicios (por ejemplo Italia (art. 59) y Venezuela en la Carta de 1961 (Art. 148), y Chile en la Constitución de 1980 (art. 45), o con lores no electivos, sean de designación real, en razón de sus cargos eclesiásticos o de carácter hereditario (Gran Bretaña), en este último caso hasta 1999.
En cuanto al Poder Judicial la cuestión se plantea, en lo que respecta a la integración del órgano supremo (Suprema Corte, Alta Corte, Corte de Casación, etc), también en términos diferentes. Aunque el principio es la inamovilidad de los jueces de estas Cortes o Tribunales –garantía de su independencia–, la fórmula del nombramiento vitalicio, por ejemplo en los Estados Unidos (Artículo III, Sección 1), adaptada a la realidad de un retiro voluntario al llegar a determinada edad, personal y libremente apreciada, es hoy minoritaria. La fórmula de la Constitución de los Estados Unidos influyó inicialmente en la mayoría de las Constituciones latinoamericanas, pero casi todas ellas han sido modificadas a este respecto. Actualmente en el Derecho Constitucional comparado latinoamericano predomina el sistema de fijar un término para el desempeño del cargo en las Cortes Supremas (6, 9, 10 ó 15 años por ejemplo) o establecer un límite de edad (en muchos casos 70 años) o una combinación de ambos criterios.
Lo mismo ocurre en las Cortes, Tribunales o Consejos Constitucionales, de Garantías Constitucionales o de Constitucionalidad y en los tribunales supremos para materias determinadas (Contencioso Administrativo, Fiscal, Laboral, etc).
La normal y verdadera alternancia en el gobierno sólo puede existir en sistemas democráticos representativos con multiplicidad de partidos políticos, ya sea de tipo bipartidista o mutipartidario, en que estos se encuentren en un plano de igualdad jurídica no discriminatoria, en que haya un régimen electoral que haga efectivamente posible la rotación de los partidos políticos en el poder y en el que las elecciones sean realmente periódicas y libres, sin fraude ni coacción.
La mera sustitución de personas, aunque su elección sea el resultado de elecciones libres, no constituye, en principio, una plena y verdadera alternancia en el gobierno, si no hay cambio del partido gubernamental o del principal partido político gubernamental, en el caso de coaliciones gubernamentales pluripartidarias. Sin embargo incluso este cambio, reducido a la sucesión de personas distintas en la jefatura del gobierno (jefatura del Estado también en los sistemas republicanos), tiene un significado diferente en un régimen político y realmente multipartidista que en otro de partido predominante o privilegiado e, indudablemente, aun con mayor razón, en el caso de sistemas de partido único. En el primer grupo puede situarse el caso del Uruguay entre 1865 y 1958, en que pese a la existencia, relativamente normal para la época, con algunas graves excepciones, de elecciones periódicas, no hubo rotación de los partidos políticos en la Presidencia de la República, ocupada siempre por militantes de un solo partido y en el que la Constitución prohibía la reelección inmediata (Constitución de 1830, Art. 75; Constitución de 1918, Art. 73; Constitución de 934, Art. 150; Constitución de 1942, Art. 149).
En el segundo es posible incluir el caso mexicano con la reiterada y constante elección a la Presidencia de los candidatos del PRI, en un régimen constitucional que, sin embargo, prohíbe radical y absolutamente la reelección presidencial (Art. 83). En el tercero, el caso del constitucionalismo de la ex Unión Soviética (Constitución de 1977, Arts. 6 y 100), de los países que han seguido directamente su modelo político y constitucional, de Cuba de 1975 (Art. 5, Arts. 134-140) y de ciertos Estados africanos.
Existe una estrecha relación entre el tema de la alternancia en el gobierno y la cuestión de la no reelección.
La posibilidad jurídica de reelección sucesiva e indefinida del titular del Poder Ejecutivo en un sistema constitucional democrático republicano, afecta negativamente la posibilidad real de alternancia en el mando de las personas, así como la rotación de los partidos en el gobierno y, en consecuencia, esta posibilidad puede contribuir a dificultar la existencia y funcionamiento de una democracia real.
La fórmula original de la Constitución de los Estados Unidos que no ponía límites a la posible reelección del Presidente (Art. lI, Sección l), fue seguida por algunas constituciones latinoamericanas.
Dentro del actual sistema semi presidencial citamos la Constitución francesa de 1958, que dicta que el Presidente de la República dura siete años y puede ser reelegido indefinidamente (art. 7). Pero el peligro de la no alternancia se mitiga por la existencia de un Primer Ministro (art. 8) y por la existencia en reiteradas ocasiones, de un régimen de “cohabitación”, con un Primer Ministro de un partido distinto al del Presidente y con una mayoría parlamentaria, en esas ocasiones, distinta a la del partido político del Presidente de la República.
Sin embargo la tendencia mayoritaria prohibió la reelección inmediata (por ejemplo: Constitución Argentina de 1853, Art. 77; Constitución Uruguaya de 1830, Art. 75). Los casos de Porfirio Díaz en México y del General Gómez en Venezuela son ejemplos clásicos de la degradación política que aparejó la reelección indefinida que muchas veces se hizo suprimiendo la prohibición constitucional preexistente. Esta y otras experiencias negativas análogas, como por ejemplo la de Trujillo en la República Dominicana en Latinoamérica, llevaron a prohibir la reelección inmediata, a limitar al mínimo las reelecciones posibles o a prohibir radicalmente toda reelección.
La primera, es decir la prohibición de la reelección inmediata, es la predominante en los sistemas constitucionales latinoamericanos. A los ejemplos ya citados deben agregarse la Constitución de Brasil de 1988 (art. 82). La Constitución de República Dominicana prohíbe la reelección para el período constitucional siguiente (art. 49). La Constitución de El Salvador, en forma distinta, limita la posibilidad de reelección inmediata del Presidente de la República. La Constitución de Venezuela de 1961, prohibía la reelección dentro de los diez años de la terminación del mandato - Art. 185).
La segunda, la adoptada en la Enmienda 22 a la Constitución de los Estados Unidos, de 1951.
Y la última es la del Constitucionalismo mexicano cuya Constitución de 1917 –después de un conocido proceso político– establece y mantiene una prohibición absoluta de reelección para el Presidente (Art. 83). La prohibición absoluta de reelección se encuentra también, por ejemplo, en la Constitución de Costa Rica de 1949 (Art. 132) y en la de Guatemala de 1985 (Art. 187) y en la de Honduras de 1982 (art. 239).
La Constitución Chilena de 1980 que hace durar al Presidente en sus funciones ocho años, prohíbe la elección para el período siguiente (Art. 25). Pero en virtud de las disposiciones transitorias 13,14, la permanencia en la Presidencia de la República de la persona que la ocupaba desde 1973 –y desde 1980 en virtud de la Constitución– habría podido prolongarse hasta 1986.
Un ejemplo digno de destacarse es el del Paraguay. La Constitución enmendada al respecto en 1977, permitía la reelección indefinida (Art. 173). La Constitución de 1967 autorizaba la reelección por un período consecutivo o alternativo (Art. 173), sin tomar en cuenta los períodos anteriores para el titular en ese momento de la Presidencia (Art. 236), que la ocupaba desde 1953. La Constitución vigente de 1992, por el contrario, prohíbe la reelección del Presidente y Vicepresidente (art. 229).
La Constitución de Cuba de 1975 dispone que todos los órganos del poder del Estado son renovables periódicamente (Art. 66a), pero no limita la posibilidad de reelección indefinida del Presidente del Consejo de Estado y jefe de Gobierno (Art. 72).
La Constitución de Nicaragua de 1987, no contiene ninguna norma que limite la posibilidad de reelección del Presidente de la República.
Estos son sólo algunos ejemplos.
La cuestión de la no reelección no se plantea en términos iguales en los sistemas parlamentarios que en los presidenciales. En las monarquías parlamentarias no se encuentra, en general, limitación constitucional a la designación del mismo primer ministro o jefe de Gobierno, si cuenta con apoyo de una mayoría parlamentaria resultado de elecciones periódicas y libres. En las repúblicas parlamentarias, aunque puede haber previsión constitucional respecto de la reelección o no reelección del Presidente de la República (por ejemplo: Constitución de la República Federal de Alemania de 1949, Art. 54.2, reelección por una vez; Constitución de Italia de 1949, Art. 85, sólo indica que se elige por siete años; Constitución de Francia de 1958, Art. 6, que permite la reelección indefinida y con un mandato de siete años, y siguiendo la tradición de la III República, en contra de la IV (1946) que permitía una sola reelección), no hay obstáculo constitucional para la posibilidad de indefinida designación del mismo primer ministro o jefe de Gobierno, si se cumplen con las demás exigencias constitucionales. En los pocos sistemas constitucionales latinoamericanos en que existe un primer ministro o Presidente del Consejo de Ministros (Presidente), como es el caso del Perú de 1979, se prohíbe la reelección inmediata del Presidente (Art. 205), pero no la designación indefinida del Presidente del Consejo de Ministros.
Hay que señalar que, en el Derecho Constitucional Comparado Latinoamericano se insinúa hoy una tendencia, críticamente discutida, dirigida a permitir la reelección inmediata de Presidente de la República (por ej: Argentina, Constitución de 1994, art.90; Perú, Constitución de 1993, art. 112; Brasil, Reforma constitucional de 1999; Venezuela, Constitución de 1999, art. 230). En todos estos casos se modificó el sistema constitucional anterior que prohibía la reelección inmediata.
La mayoría de los otros países latinoamericanos, entre ellos el Uruguay (Constitución de 1996, art. 152), mantienen la fórmula tradicional de la prohibición de la reelección inmediata.
La relación entre la existencia de elecciones libres, periódicas y sin fraude y la posibilidad real de alternancia en el mando es evidente. Sin elecciones periódicas, sin fraude, a las que puedan concurrir candidatos de todos los partidos políticos sin discriminación de ningún tipo, es imposible concebir una verdadera alternancia en el Gobierno, que tenga sentido en el Estado Democrático moderno.
La necesaria existencia de elecciones periódicas, que reúnan además los extremos antes indicados –que como se dijo precedentemente son un presupuesto necesario para la posibilidad de la alternancia en el gobierno– resulta no sólo de las constituciones democráticas, sino que deriva además del Derecho Internacional actual, en relación con el reconocimiento de los derechos políticos. Se encuentra en la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948 (art. 21), en el Pacto de Derechos Civiles y Políticos de 1966 de las Naciones Unidas (art. 25) y, en especial, en el sistema regional americano, basado, al igual que el europeo, en la democracia representativa multipartidista y liberal, Convención Europea de Salvaguardia de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales y Convención Americana sobre Derechos Humanos (Pacto de San José; art. 33), en la Carta Reformada de la OEA, Art. 3.d) y j) y en la Declaración Americana de Derechos y Deberes del Hombre de 1948 (Art. XX) . El Protocolo de Washington (1994) de Reforma de la Carta de al OEA afirmó el necesario carácter democrático de los Gobiernos de los Estados Miembros y la exigencia de elecciones libres y periódicas. La misma exigencia está incluída en los instrumentos más recientes de la Unión Europea (Maastrich y Amsterdam). Igual imposición se encuentra en el Protocolo de Usuhaia (1997), adicional al Tratado de Asunción (Mercosur).
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Héctor GROS ESPIELL